Ustedes me perdonarán, pero hoy me pongo grave y trivial a un tiempo.
Son tantos los publicistas, los polemistas, los ideólogos, los pendencieros que dicen obrar como historiadores…
Hay que precisar qué es y para qué sirve un historiador. Después, ustedes verán qué hacen y a quiénes leen.
La historia es lo sucedido y la investigación sobre lo sucedido. Es el proceso de lo acaecido y la averiguación de lo acaecido. Es tanto el objeto como la pesquisa.
Según nos dijo Georges Dumézil, etimológicamente historiador viene de histor, que en el griego clásico significaba el que ve, el que sabe, el que cuenta porque sabe.
En principio, el historiador es testigo, aquel que observa o escucha lo que ocurre frente a él: aquel que por obtener esa información de primera mano sabe lo que pasa y puede relatarlo.
Sin embargo, ya en la Grecia clásica, el historiador se empeña en otra tarea: además de ser testimonio de su presente, necesita valerse de otros.
Necesita valerse de otros testigos que le proporcionen información de lo que él, precisamente, no ha podido ver ni escuchar.
Hay una guerra y el historiador es una especie de cronista que afina su observación para retener los hechos sucedidos que él ha podido distinguir.
Ahora bien, como no posee el don de la ubicuidad, tiene que valerse al final de otros testimonios que le detallen.
Es decir, más allá de sí mismo, el cronista necesita fuentes de información que le suministren lo que él no sabe.
Pero estos testimonios más o menos abundantes no tienen por qué ser coincidentes. Más aún, esos testigos que el historiador recolecta suelen ser contradictorios.
¿Qué hacer? Acopiar el mayor número de fuentes contrastando las versiones y, en la medida de lo posible, cotejar la veracidad y la corrección de sus datos.
Esto es, el historiador no sólo suma testimonios, sino que, además, examina su calidad informativa.
Ese historiador no sólo reúne datos del presente, sino que, además, se ve obligado a remontarse a un pasado más o menos distante.
Es decir, el historiador no sólo hace crónica del ahora, sino que, además, rastrea lo que ya no está, ese pasado siempre sepulto que sólo se conserva en testimonios materiales o personales, en documentos que son, igualmente, versiones de las cosas ocurridas en otro tiempo.
Es entonces cuando se cumple de verdad su tarea: se vale de fuentes que le remiten a otras épocas, a otras sociedades.
Pero esos documentos, que suelen albergarse en los archivos, están escritos con una cultura a la que no pertenece por entero, en una estación que no es la propia.
Por eso, la tarea del historiador se asemeja a una traducción: debe trasladar una suma de referencias a unos lectores cuyos conocimientos o valores no son los de los antepasados.
En eso se basa la historia, justamente: en adentrarse en un espacio desconocido cuyas únicas señales convencionales son textos que han de ser interpretados, llenos de supuestos o de un sentido común que no son los nuestros.
De algún modo, aunque los documentos que consulta estén en el mismo idioma que él emplea, el historiador traduce.
Ha de recrear el sentido, ha de transportar no sólo la expresión, sino también las representaciones que en los textos encuentra, los usos de quienes los escribieron, los hábitos de aquellos predecesores, las vivencias a veces indecibles que allí se condensaron.
Si me permiten la metáfora, podríamos decir que en los documentos del pasado hay una resonancia polifónica, voces innumerables que se consuman y que el historiador recrea.
Pero el historiador no busca la fuente según le convenga, no selecciona arbitrariamente lo que le confirma, no descarta lo que le contraría.
El historiador, aquel que es cuidadoso con las mañas refinadas de su oficio, somete sus ideas previas al contraste con los documentos y establece una especie de diálogo crítico con los testimonios.
¿Difícil? ¿Fatigoso? ¿Y quién dijo que investigar la historia era sencillo y que podía hacerse expeditivamente?
Sólo los polemistas y los revisionistas de pacotilla lo piensan.
Por nuestra parte, los historiadores invertimos meses, qué digo meses, años de nuestra vida en componer un puzzle pretérito que es, ahora sí, un juego de paciencia.
Justo Serna
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