En verdad os digo, que si no os convertís
y os hacéis como niños,
no entraréis en el reino de los cielos.
Mateo18-3
I
Atrás quedaron las misas obligadas los domingos.
Los gritos desgarrados de ¡mamá!, galopando
por tener que subir a oscuras la escalera.
Las “hurrias” a pedradas con los niños de otros barrios, para lavar cualquier ofensa cometida al mutuo afecto de la pandilla.
El miedo a morir en pecado durante la noche,
rezando hasta quedarme dormido
abrazado a mi rosario.
El sonrojo de tener que mentir al confesor
por no haber sido lo suficientemente casto ,
junto al temor de coger la tisis
por practicar en demasía
el estímulo que quebranta las muñecas.
La vergüenza a ser señalado
por no participar en la comedia colectiva
de tomar el santo sacramento de la comunión,
en las fiestas del colegio,
viéndome obligado a representar públicamente
el conocido drama español de las apariencias:
comulgar en pecado para superar la vergüenza.
La angustia a que se enterasen de que leía a escondidas las novelas de amor
de Corín Tellado,
especialmente escritas para ser leídas solo por niñas y mujeres.
El agobio a las preguntas indiscretas
de los adultos sobre el sexo y mis parejas
que convertía el silencio en un lenguaje.
La timidez de mirar a los ojos a quienes su presencia despertaba en mi un urgente apetito
de ir a pecar contra el sexto mandamiento
en compañía.
Los sueños de querer ser futbolista, bailarín de ballet, pintor o actor de cine.
La cagalera a que no me declarasen inútil visual para ir a la mili y verme obligado
a enrolarme durante los meses de verano en las milicias universitarias
para hacerme un hombre de verdad.
El espanto a dejar la casa familiar para ser yo mismo.
La cobardía de no querer mirarme en el espejo por temor a tener que aceptarme tal cual era.
Todo eso fue pasando
como pasan las tormentas de verano,
dejando tras la lluvia y el pedrisco
un embarrado rastro de caos y destrucción
cuyas sombras van desvaneciéndose con el tiempo,
al amparo del despertar de un luminoso sol,
para empezar a caminar de nuevo
con música en la sangre
en busca de otras sendas y otros mares
plenos de lírica blancura poética.
Mundos diáfanos
que me enseñaron a despertar mi curiosidad abriéndome las puertas
a una nueva realidad que me trasformaría
en un tipo bien humorado,
soñador , de memoria despierta, un tanto errabundo
y algo cascarrabias.
II
Un traidor a su tribu,
que a medida que iba perdiendo la inocencia
se iba desenganchando de la droga que le proporcionó el clan que le educó,
para convertirse en un colono solitario
sin ningún tipo de identidad nacional,
cultural o religiosa,
que soñaba con sentirse libre y exprimir el tiempo
empujando hacia adelante
las hojas que el otoño había desparramado
por calles y avenidas
para volar alto,
alto como pájaro en primavera
jugando con la felicidad y la libertad del planeo,
sin querer cristalizar en la memoria
todas las astucias, anticipo de olvidos y soledades,
que tuvo que aprender
para dejar en tierra el miedo al dolor
y poder separarse de sí mismo,
ese joven niño infantiloide de once años
enganchado por el tóxico negocio
del nacional catolicismo español:
la distribución de la droga del odio
a todo lo que no fuese el fascismo
entronizado bajo palio por la Gracia de Dios,
y el amor a un trapo de colores
sobre el que se proyectaba un águila pasmada
que aprisionaba entre sus garras
un yugo esclavizador y un haz de flechas fratricidas ,
y que por miedo a morir durante la noche
en pecado,
sabiendo que no podría entrar así
en el reino de los cielos,
se dormía ajeno a la realidad de la vida,
enrollándose al cuello,
las cincuenta y nueve cuentas de la corona
del rosario de su abuela
a modo de cilicio,
mientras que como un actor estereotipado de fotonovela, muriendo casi de masculinidad,
apretaba entre sus manos la pequeña crucecita desgastada que pendía de esa horca
susurrando al crucifijo
“Jesusito de mi vida,
eres niño como yo,
por eso te quiero tanto y te doy mi corazón”.
Enrique Ibáñez Villegas
«Con la iglesia hemos topado amigo Sancho….»