Algo en él me atrajo los recuerdos. No sabría decir el qué, porque el hombre que se cruzó en el momento de pasar el paso de cebra, era vulgar, sin nada que llamara la atención. Poco pelo, ralo y sumiso en la nuca, con hebras blancas que atenuaban la tristeza de un gris que no plateaba, unos ojos cansados de ver y en la boca la mueca de amarga complacencia con lo que queda por vivir. No, no era para fijarse en él. Su andar desgarbado, portando una chaqueta que vio tiempos más lucidos, colgada de la espalda como si sobrara tela o los hombros hubieran menguado. El paso lento de quien no tiene prisa ni sitio donde ir.
Le contemplé en silencio, buscando en mi memoria algo que relacionara el ímpetu del recuerdo que pugnaba en salir. Nada. No pude recordar nada.
Seguí caminando, con la mente confusa, mientras de vez en cuando me volvía la imagen del tipo del paso de cebra. Llegué al despacho, dejé el portafolios en la mesa, abrí el ordenador, con la rutina diaria y comencé la jornada de trabajo. Hoy era un día especialmente complejo. Estrenábamos prototipo, por tanto el tiempo se diluyó sin cautela hasta la tarde, cuando cayó el telón y todo el cansancio se quedó a la intemperie.
Recogí los papeles, que debía llevar a casa para repasar los últimos flecos de las novedades experimentadas durante el día. Intuía que poco podría completar, debido a ese agotamiento que dobla las piernas y nubla la razón haciendo un poso en el entendimiento.
Entonces, como un rayo me llegó la luz. Volvió la imagen del paseante matinal, pero no como le había visto ese día. No. Ahora, llegaba con la nitidez de las buenas noticias, la imagen de un fornido muchacho con poco más de veinte años que pavoneaba su belleza por la arena de la playa justo en la raya donde el mar dibuja su arrebato. Abrazado a la tabla de surf, dejando que el pelo se meciera a golpe de la brisa, con la piel dorada, los andares prietos, concisos, como anda la gente que sabe que es bella y que es contemplada. Sus piernas macizas, torneadas, maceradas con un bello rubio que relucía al sol. Esa imagen, un día detrás de otro, aplacaba mi tedio en ese verano donde los granos afloraron en mi piel, y como en los anteriores, mi sujetador se quedaba vacío a menos que lo rellenara de algodón. Con mis caderas escurridas y tenues que desarbolaban mis andares de pato. Él era el dios rubio que adornaba mis sueños, cuando de noche, en la intimidad de mi alcoba repasaba el día con la desolación de no haber avanzado en mi tibia relación de ausencias.
Nunca le hablé, ni él reparó en mí. Tan solo tuvimos la distancia de mi toalla y de su paseo por la playa, portando la tabla en busca de olas y de un futuro que auguré brillante. Jamás volví a verle hasta esta mañana.
Con pena, recogí los papeles, caminé por las sombras que la tarde auguraban pensando que el tiempo suele matar los sueños.
#MariaToca
Perdona, María, que no te reconociera, te ví tan mayor, tan vencida por la vida, tan cansada de las modas, que por un instante, en aquel paso de cebra, pensé que mi adicción a las drogas me estaban jugando una mala pasada otra vez, después de tantas y tantas recaidas, sin tener adonde asirme. Solo con tu recuerdo enorme podré vivir hasta mañana. Siempre tuyo: Jesús.