
Rosie tenía tres mil dientes, tres mil espartanos que le permitían zamparse un torso de quince kilos de un bocado. Era espantosa y magnífica, como una sinfonía, como un huracán, un golpe blanquísimo de vida y muerte. En 1998 Rosie quedó atrapada en una red para atunes. Nadie hubiera podido acercarse a salvarla sin que Rosie le atacara, porque era su naturaleza y así murió Rosie, la asesina majestuosa, enredada en una trampa para peces. La trasladaron a un parque temático sin licencia, la condenaron a un acuario de formol, la convirtieron en su fantasma, una pesadilla verdosa.
En 2012 el museo de los horrores cerró y tuvo que devolver todos los animales, pero Rosie se quedó allí, flotando en su tumba líquida, hasta que un visitante de lugares abandonados divisó su sombra temible aún, a pesar de la basura que unos vándalos habían arrojado al agua verde, porque es muy fácil maltratar a un tiburón muerto, humillado. Y reconoce que sintió el mismo miedo, el mismo, que si la hubiera encontrado en libertad, viva y terrible, porque Rosie no era un animal disecado, sino una bestia milenaria, un prodigio de belleza y fealdad, de oscuridad y blancura. Del tiburón a los niños de Spielberg nos atemoriza el todo y las partes. Los ojos de maniquí, la boca siempre abierta, la aleta que vigila, la feroz silueta. Rosie aguardaba en el lugar más infecto de todos y nunca, como los monstruos de los mejores cuentos, perdió un ápice de su poder.
Patricia Esteban Erlés.
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