Hace poco me encontré con un sujeto al que francamente no esperaba volver a ver. Y en el sitio más insospechado: el retrete de mi casa. Estaba tal como lo ven en la foto, limpiándose las uñas con esa charrasca de muelles, sentado en la tapa, reclamando mi atención, esperando una pregunta o quizás una reconvención. Chulesco, de porte baladrón y gesto calmo. Tal como él es.
Incluso en verano me sumerjo en la bañera con el agua bien caliente. Apago las luces, enciendo incienso y velas y pongo música de piano. A veces también valses, tangos, boleros… Cierro los ojos y me entrego al vapor, al sonido, al aroma y a las cavilaciones. También a la quietud. La quietud es ese territorio de nadie que sirve de frontera entre lo real y lo imaginario. De ese reino ficticio procede el elemento de la foto, Pedro Pérez el Tirabique, personaje secundario de mi novela “El preferido de Dios”. Un individuo poco recomendable.
Llevaba toda la semana acosándome: en el campo lo veía sentado en el tocón de un olivo o haciéndose el encontradizo en cualquier vereda; en el bar, sentado en la puerta con una baraja de cartas; en el coche, en el asiento trasero, con un libro en la mano, como si supiera leer… Lo del baño y el retrete fue el colmo. Hasta ahí podíamos llegar. Carraspeé llamando su atención. Levantó el rostro.
-Hombre, Pepito, qué casualidad –hizo un afectado aspaviento de sorpresa-, llevo todo el mes pensando en ti. Parece que me “isquivas”, con la confianza que nos tenemos y los chismes que contaste de mí en tu novela, inciertos la mayoría, por no decir “inlegítimos”.
-Milagro que no te maté o te entregué a los gabachos, como te merecías –cerré los ojos y me concentré en Richard Clayderman, “Balada para Adelina”, sublime-. Por cierto, Tirabique, para ti soy don José, no Pepito. Y no te tengo confianza.
-Usía manda, don Pepito –cerró la navaja y acercó el rostro a la bañera. Un fuerte olor a aguardiente y ajos fluía de los dientes podridos-. Dicen por ahí que busca usted personajes para otra novela que le ronda la mollera –susurró-, que ya ha “intrivistado” a unos cuantos gachós y “gachises” y que anda repartiendo papeles y leyendo libros como loco.
-Sí. ¿Y qué?
-Que yo quiero salir –me espetó a bocajarro, echándose atrás, como liberándose de un peso-, usted me lo debe y las novelas son así. A diario hablo con gente que ha salido en muchas. Están todos muy contentos: Hércules Poirot, Sherlock Holmes, Harry Potter…
¿Harry Potter? No podía creerlo. En mi propio baño. En mi propio retrete. El Tirabique soltándome gilipolleces y reventándome el concierto de Clayderman. Me alteró. Lo señalé con el índice:
-Hablando de molleras, Tirabique, -casi le grité-, apunta esto en la tuya. Uno: yo no te debo nada. Dos: esta novela no está ambientada en tu siglo. Tres: la trama es una historia de amor y de sueños que trasciende a las épocas, a los destinos, a las encarnaciones, a los dioses y a los hombres. Cuatro: el amor más grande de tu vida ha sido una bolsa de reales. Cinco: Tú no eres Hércules Poirot sino un vividor con mucha suerte y pocos escrúpulos. Seis: de ti no se enamoraría ni la bruja Corneja de la “Tragicomedia de Polidoro y Casandrina”, a la que conocerás. Siete: sal de este cuarto de baño y no vuelvas más.
-Un «irror», don Pepito, un «irror» –dijo cabeceando como un mulo en un trigal-, los malos mantenemos vivas las historias, “ividentemente”. Los malos somos los garbanzos del potaje. Una novela solo con buenos está condenada al fracaso. Los malos dirigimos la trama mejor que los buenos, somos quienes realmente decidimos la historia. El final está en nuestras manos, no en las del escritor.
Me asombró que aquel gañán hubiera aprendido tanto desde su aparición en “El preferido de Dios”. Ciertamente son los personajes quienes conducen la historia y deciden el final, no el autor. Este solo controla que ninguno se rebele y se apodere de la novela, y me costó lo indecible controlar al Tirabique en “El preferido de Dios”. Y llevaba razón, los villanos siempre son más fuertes y concluyentes que los héroes. Quizás a este lado de la frontera también sea así, definitivamente, aunque nos empeñemos en lo contrario. Quizás toda cruzada contra la fatalidad nazca con el estigma de la derrota.
-Para mi historia busco malos muy malos, Tirabique, con uno solo me conformo, pero tú eres un mediocre. Ni esforzándote mucho pasarías de matón.
-No sabes tú lo malo que puedo ser, Pepito –Volvía a tutearme. Se levantó del retrete, se ajustó el fajín y se puso la montera de fieltro-. A lo mejor hasta me cargo tu novela antes de que la empieces. Ya le diré algún mandadito al oído a los que estás “intrevistando”, hombre, a lo mejor hasta les quito las ganas.
-¡Fuera! –Señalé a la puerta. El Tirabique se diluyó en la densa nube de incienso y vapor. O cruzó le muro. Ni lo sé ni me importa. Cerré los ojos y volví a sumergirme en el territorio fronterizo de la quietud. Gardel cantaba en la radio “Lejana tierra mía”: “Silencio de mi aldea que solo quiebra la serenata / de un ardiente Romeo bajo una dulce luna de plata”. Entonces vi en aquellos páramos a una anciana sentada a la sombra de un sicómoro. O tal vez fuera una joven. O quizás un soldado. O una niña. O todo a la vez tras sus ojos negros, deseosos de contarme una historia que era la de cada uno, al cabo la de ella misma. La anciana empezó a hablar y Gardel quedó atrás.
José Antonio Illanes
Foto: Valischka Fotografia
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