Espeluznada con el primer capítulo de «Enamorarse de un asesino. Ted Bundy«. La novia formal de Bundy, Elizabeth, relata su historia de amor con el más famoso de los asesinos en serie. Se conocieron en un bar, en 1969. Ella era una joven madre separada, una chica normal y corriente que salía por primera vez en Seattle, la ciudad a la que se había mudado para trabajar con su hija de tres años. Lo vio sentado en una mesa, empezaron a hablar. Él la sacó a bailar. Ella, muy borracha, le pidió que la llevara a casa y eso hizo. Bundy se acostó a su lado en la cama y durmieron. Por la mañana le estaba preparando el desayuno a su hija Molly en la cocina y ya habían leído juntos el cuento favorito de la niña. Elizabeth no podía creer que estuviera pasando algo así, algo como Ted.
Su técnica infalible era la seducción. Para él era un juego ir acercándose a alguien, atraerlo de forma irremediable, conquistarlo. Eso hizo con Elizabeth y Molly. Las dos pensaban que ese caballero que llegó de noche, se metió en sus habitaciones y se convirtió en alguien imprescindible, era demasiado bueno para ellas. Le dejaban decidir la ropa que se ponían para estar a su altura. Porque Ted iba a llegar lejos, con sus trajes, sus corbatas, sus irresistibles ojos azules, su sonrisa. Coqueteaba con la política mientras robaba cosas solo por el placer de salirse con la suya. Asistía a bailes del gobernador republicano y y al tiempo se jactaba de que aparcaba su coche en el parking de un supermercado con un montón de productos que no había pagado, sin que nadie le dijera nada. Porque la gracia era esa, controlar la situación, imponer sus normas.
Una doctora en psicología que lo conoció cuenta cuál que hablaba tan bajo, tan suave, que si querías oírlo bien tenías que acercarte mucho, abandonar tu espacio y caer en la trampa, ceder y someterte a las reglas que él establecía. Estaba acostumbrado a deslumbrar a hombres y mujeres, a que los padres pensaran que querían que un chico así acompañara a sus hijas al baile de graduación, a que las muchachas pensaran lo muy especial que era.
Mientras Elizabeth vivía fascinada con su novio, él empezó a atacar a otras chicas. Corrían buenos tiempos para un depredador, porque se había desatado una corriente de apertura, de liberación femenina que hizo que muchas jóvenes desearan vivir nuevas experiencias. Varias series de televisión mostraban a protagonistas como Mary Tyler Moore, una intrépida soltera que viajaba a la ciudad para montar su propia empresa. En varias universidades empezaban a ofrecerse estudios relativos a las mujeres. Las estudiantes se desplazaban en sus coches, alquilaban casas que compartían con amigas, vivían solas.
En el documental aparece la primera superviviente de los ataques de Bundy. Muy probablemente es también la primera chica a quien agredió. Ella estudiaba Ciencias Políticas y compartía piso con otro amigo. Bundy se coló en su casa, de noche, entró en su dormitorio y le machacó el cráneo con el marco de la cama, entre otras salvajadas. La dio por muerta y ella pasó veinte horas tumbada en un colchón ensangrentado hasta que su compañero bajó a ver si se encontraba bien.
Vivió para contarlo, pero con graves secuelas y la sensación de que debía callar porque era vergonzoso lo que le había pasado. La segunda víctima no tuvo la misma suerte. Era otra joven estudiante que dormía en la planta baja de una casa verde, compartida por varias chicas. Debió de golpearla en su cuarto, pero el caso es que antes de llevársela de allí le dio tiempo a cubrir las sábanas manchadas y de esconder el camisón. Seguramente hizo que se vistiera, pasó tiempo en ese dormitorio, dando órdenes con su voz suave, disfrutando tanto como cuando robaba un libro o enamoraba con su conversación y su carisma a cualquiera, si se proponía hacerlo.
Con Bundy sucedió que llegó a convertirse en un ídolo. Las masas dejaron de verlo como un monstruoso asesino y romantizaron su figura, porque era fotogénico, elegante, y sonreía a la prensa como si todo se tratara de un malentendido que enseguida se solucionaría. Costaba creer que el enamorado prometido que leía cuentos a una niña y le enseñaba a ir en bicicleta, que el joven estudiante de Derecho interesado en un programa social de prevención de crímenes, era una bestia deshumanizada, un psicópata sin otro objetivo que matar de la forma más violenta y sádica posible a chicas que simplemente dormían en sus apartamentos de estudiantes. Cuesta creer que no podemos reconocer a los peores criminales al primer golpe de vista, que el perfecto yerno, el hijo modélico, el novio ideal, encarnaba, en el caso de Bundy, el Mal en estado puro. Un sueño capaz de convertirse en la última pesadilla de tantas jóvenes.
Patricia Esteban Erlés
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