Carol Dunlop se fue la primera. Ella, que creía que podría curarlo hasta el final de sus días, porque era la más joven, que confiaba en estrellarse a su lado en un vuelo, en no vivir sin él ni un solo segundo de los que le correspondían. Pero al final fue quien se quedó vacío, quien se sintió casa deshabitada, enorme palacio hueco en el que retumbaban las sombras y los pasos de Carol marchándose una y otra vez, repitiendo la desoladora verdad: ella ya no estaba, ya no estará, ya no estaría. La muerte es un recuerdo que asombra por su tamaño, una evocación que se apodera de los vivos que quedan para contarla, para temerla. Él aparecía en las fotos como alguien que miraba de lejos a los que aún lo invitaban a vacaciones y charlas para no dejarlo solo, para que encontrara en alguna parte la razón de vivir que le faltaba. Él, con sus enormes ojos tristes de elefante moribundo, sabiendo ya que no había libro ni lienzo ni mujer que pudiera salvarlo. Llegó el segundo a ese lugar en el que casi nunca pensamos, por más que sepamos que es etapa inexorable en todos los viajes. La tercera fue Glop, la fiel mujer menuda que nunca dejó de amarlo y que decidió hacerlo desde la grandeza paradójica del tiempo de París y el Nescafé y los retretes en el pasillo, leal a lo vivido cuando nada parecía capaz de separarlos ni pensaban en cómo sería el mundo sin el otro. Dicen que lo cuidó en los últimos días de esa enfermedad extraña y que él le dejó todo lo suyo, porque nadie lo merecía más. Nunca olvidó cómo era caminar a su lado, arropada por la sombra de un ciprés que se movía con ella. Se lo encontró muchas veces en sueños y en sueños volvía a enamorarse de su andar desgarbado, de su error al pronunciar las erres que también arrastraba hasta allí, hasta el mundo de los durmientes. Deseó vivir mucho tiempo para contarlo, para seguir hablando de él siempre que pudiera, para volverlo a la vida en cada entrevista, en cada evocación con los amigos que tuvieron ambos, cuando eran tan jóvenes y no pensaban en que había una lápida con tres nombres y tres fechas, esperándolos ya, en el hermoso cementerio de París.
Patricia Esteban Erlés.
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