Incursión

Movida por el afán de aprender decido apuntarme a un curso que se imparte en una zona de mi ciudad fuera de mi barrio de referencia.
Me parece interesante ir andando a pesar de la lejanía, ya que reconozco como cierto que muchas veces una no vive en un lugar con un millón de habitantes sino en un espacio seguro y cercano de no más de cientos; tus calles, tus rincones y mi antropóloga interior tiene ganas de aventura.

Pongo en acción en el móvil a mi amiga la mapas, que tiene sus días.
Ella no siempre considera que el trayecto más corto entre dos puntos sea una recta, pero como ya nos conocemos, asumo sus complejidades al mismo tiempo que ella mis problemas con la lateralidad y la orientación espacial.

Camino, camino, camino y paso por lugares tan extraños a mis ojos como Kazajistán, sorprendida a cada paso de ser tan poco turista en mi ciudad.

Y reconozco hoy, como extrañamente novedoso, que hay lugares en donde las cafeterías son de un blanco inmaculado; las sillas, las mesas, los manteles, los panes, los bordillos de entrada.
Hay niñas que visten de gris de los pies a la cabeza, el abrigo, los calcetines, los zapatos y un único bordado blanco en la blusa como elemento estético revolucionario permisible para la moral familiar.
Hay chicas jóvenes que pasan a tu lado y comentan:
– Yo sigo con mis empresas, lo que no sé es si trasladarme a Miami el año que viene.
Niños muy peinados que al cruzar un semáforo le preguntan a su padre:
– Papá, ¿qué es un terrateniente?.
– Es un señor que ha ganado con su esfuerzo muchas tierras y bienes, hijo.
(Aquí no puedo dejar de sonreír y mirarme los vaqueros con agujeros de moderna, las botas rojas, la ideología tatuada a fuego y en los brazos).

Hay sitios en los que una mujer le suelta a su marido sin coger aire y con sonrisa beatífica un «te ruego que consideres mis argumentos» mientras se coloca el abrigo de visón.
Abrigo de visón con mujer y andador, abrigo de visón con mujer y bastón, abrigo de visón con tacón y mechas, abrigo de visón.

Hay espacios en los que las mujeres de colores no se sientan en los mismos bancos que las abuelas rubias y éstas las miran de soslayo comprobando que las rayas del uniforme se mantienen en su sitio, ordenadamente.

Hay mujeres delgadas piernas infinitas rozando la treintena con cuatro hijos, impolutas de partos, purés y estrías. Gimnastas de la crianza desayunando corn flakes de marca conocida.

Hay lugares, fíjese usted, a los que no llegan los autobuses porque nadie va expresamente, salvo que necesite algo tóxico. Y otros llenos de casas impecables con dos plantas y hombres con jerseys de pico que sorteando obstáculos dos pasos por delante de los demás al grito de:
Taxi!! taxi joder!! con todas las consonantes bien marcadas, mandan sobre muchos.

Hay calles en donde ni por los rincones susceptibles de cierta protección visual ni en las esquinas nombradas con vírgenes encontramos hombres de la mano ni mujeres sonrientes besándose, libres del insulto y comentario mordaz.

Hay quien vota para que una sola realidad sea la norma y nadie muestre a la infancia sin mácula otras formas de existir.
Hay quien piensa que su mundo es el legítimo y adecuado mundo uniformado.

Como si fuera posible censurar el mar y su vaivén y a la fauna del fondo compararla con la de superficie.
Como si, en esencia, una ola tuviera más valor que la siguiente.

Y hay mujeres enamoradas de aquel entramado de calles cercano, supuestamente peligroso, de imágenes variopintas y subversivas en el que nunca se encuentra como oso polar en el desierto, porque, simplemente, cabemos todos.

Todas y todos.

María Sabroso.

Sobre María Sabroso 128 artículos
Sexologa, psicoterapeuta Terapeuta en Esapacio Karezza. Escritora

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