Julia (‘La mujer que jamás callará lo que piensa, gracias a Dios’)(II)

Años más, años menos, era aproximadamente mil ochocientos setenta. Las mujeres en España tendrían derecho eterno al voto sólo casi cien años después. Las españolas que entonces proveían dinero para sí mismas y sus familias eran únicamente las de condición muy pobre: sirvientas, lavanderas, costureras, la mayoría analfabetas, a excepción claro de las enfermeras y de las maestras. La Escuela Central de Maestras estaba bajo el control de La Junta de Damas de Honor y Mérito y la formación de las futuras profesoras daba especial énfasis a la moral, obediencia y pudor; a ellas, a diferencia de sus colegas hombres, no se les enseñaba asignaturas científicas y al graduarse estarían a cargo exclusivamente de niñas. Esta era la realidad de las mujeres en los tiempos de Julia, así había sido siempre y ella no pensaba mucho acerca del tema. Julia creía que era libre.

Julia era hija de una familia ilustrada e hidalga. Su padre, un intelectual corresponsal de la Academia de Historia Española (entidad creada por Felipe V, encargada de los museos y bibliotecas, de preservar monumentos históricos y obras artísticas y de promover la creación y mejora de los museos provinciales de antigüedades y bellas artes) era el fundador y director de varios periódicos en el lugar en que vivían, posiblemente la ciudad costeña más hermosa del norte de España. La madre de Julia, fecundísima ella, trajo al mundo a los diez hijos de su esposo y así perpetuó una raza de gentes excéntricas e interesantes, artistas, marinos, abogados, visionarios, todos locos casi de atar (muchos años después, una de sus nietas, diputada, diría en una entrevista ‘mi familia, una tribu de gente rara’). La madre de Julia reclamaba para sí las atribuciones de la Divina Providencia y disponía en vidas y corazones ajenos, era una mujer dominante y dirigió (aunque en algunos casos sólo lo intentó) la vida de su prole, fue la soberana y directora de todo paso trascendental.

Julia pasaba el tiempo leyendo los cientos de libros a su alcance y tocando el piano. Iba de tiendas con sus hermanas, primas y amigas y a veces al teatro, siempre acompañada por algún hombre de la familia, en esas ocasiones se ponía un sombrero pequeñito y guantes. Julia usaba corsé y polisón, una especie de armazón interior que se amarraba a la cintura debajo de las enaguas para abultar las faldas por detrás, era la última moda. Ella era una joven feliz y práctica, de carácter fuerte y mente rápida. El único dolor que su corazón había conocido hasta entonces era la ausencia de dos de sus hermanos, marinos mercantes de escuela. Ella era muy unida a su hermano mayor, un aventurero que llevaba mil mares navegados cuando el hermano menor optó por la misma carrera. La última novedad acerca de ese par era tan divertida que cada vez que Julia la recordaba estallaba en carcajadas: Los dos hermanos habían coincidido en un barco que capitaneaba el mayor. Ambos habían tenido una pelea a puños, de esas motivadas por sus genes de orate y el capitán zanjó el asunto mandando a su hermano al calabozo del barco, ‘¡Sanseacabó!’ ‘¡Joder, hombre!’ Cuando la noticia llegó a la ciudad, La Divina Providencia sufrió tal patatús (¡Ave María, realmente he traído al mundo a puros locos!) que decidió viajar al pueblo de sus padres para evitarse el sofoco. Fue durante su ausencia que Julia se enamoró, de una vez y para siempre.

El hombre que Julia amó era un estudiante de leyes proveniente de una familia de gente sencilla y correcta que había ahorrado mucho para poder pagarle la carrera. Era un hombre inteligente, culto y decente que con los años llegaría a ser uno de los jueces más respetados de su país. El estudiante y Julia estaban destinados a amarse hasta la muerte, descubrir la vida de la mano, encima y debajo del otro, tener muchos hijos, explotar de amor y de furia y morir con la satisfacción de los anhelos cumplidos en la vejez. Conocerse fue encontrarse a sí mismo en el otro, ésta es la felicidad. A él le fascinaba descubrir un carácter tan fuerte en una mujer tan pequeña, esa cabeza adornada con sombreritos, que a él le recordaban a un huevo frito, no dejaba de sorprenderlo, la rapidez de sus respuestas era su regocijo, he aquí una mujer que jamás callará lo que piensa, gracias a Dios. El buen juicio y la capacidad de entendimiento del estudiante de leyes despertaban en Julia auténtica admiración, he aquí un hombre. Los dos percibían el mundo desde el mismo lugar y allí armaron un nido hecho de amor, sueños y planes para su vida futura.

Cuando La Divina Providencia regresó de su viaje encontró a su hija Julia distinta, un brillo inexplicable la rodeaba y al caminar sus pies ni rozaban el suelo: flotaba. Una sonrisa resplandeciente embellecía su rostro y la placidez en sus ojos revelaba que había descubierto la clave para la felicidad. ‘¿Por qué andáis como alelada, hija mía?’ Julia no contestó, estaba esperando la ocasión propicia y su madre entró en estado de alerta. A La Divina Providencia le bastó ver de lejos en la calle al estudiante de leyes, de pura casualidad, para comprenderlo todo. Él andaba igual que Julia, a cinco centímetros del piso, el mismo resplandor lo acompañaba y la misma expresión de iluminado se dibujaba en su rostro. La Divina Providencia regresó de prisa a su casa, habló con su marido y decidió que era el momento de informar a su hija de la inminencia de su boda.

Hacía tiempo que La Divina Providencia, que no creía en ‘predestinados’, tenía escogido un marido para Julia, un abogado heredero de una fortuna considerable que incluía una magnífica finca ganadera, en cuya vivienda, llamada ‘El Palacio’ se alojaban Sus Majestades cuando viajaban por allí. Una leyenda antiquísima, derivada de un dicho parecido a: ‘Después del Rey, él’ contaba que la familia del Marido Elegido descendía nada menos que de Constantino, aunque historiadores modernos descubrieron (un siglo después) que aquello no era comprobable. Descendiera de quien descendiera, el yerno que La Divina Providencia había escogido venía cubierto de oro y adornado por muchos títulos y blasones. El padre de Julia conocía demasiado bien a su mujer para intentar interferir en su santa voluntad, además, no vio razón para hacerlo, al Marido Elegido no se le conocían vicios ni maldades, era un buen hombre.

Los padres de Julia la convocaron al estudio de su casa. Julia entró flotando envuelta en su resplandor feliz y después de escuchar la segunda frase tuvo la impresión de que estaba oyendo un idioma desconocido, su mente se paralizó. Durante varios minutos, La Divina Providencia pronunció un monólogo enumerando las virtudes del Marido Elegido y lo beneficioso de ese matrimonio. La familia de Julia no necesitaba el dinero del Marido Elegido pero esa unión era muy adecuada para cualquier muchacha en aquellos tiempos. Julia no reaccionaba y su padre se asustó al ver que la luz que rodeaba a su hija desaparecía y se volvía un manto oscuro alrededor de sus hombros. Con la voz de su madre como un ruido ininteligible de fondo, la mente de Julia fue despertando lentamente, las ideas empezaron a aparecer e hizo un esfuerzo inmenso por ordenarlas, yo ya elegí a un marido y soy feliz. Julia salió del trance y con voz que le sonó ajena respondió: ‘No’, mirando directamente a su madre. Se puso de pie y salió, pero el peso del manto oscuro que se había posado en sus hombros comenzó a hundirla, cuando llegó a su habitación tuvo que estirar los brazos para subir a su cama. Usó toda la fuerza de su voluntad para calmar a su corazón que latía a una velocidad enloquecida. Cuando lo logró, comenzó a buscar una solución para un problema que no había imaginado ni en la peor de sus pesadillas. De una en una, fue considerando todas sus opciones: ¿Fugarse? ¿Y de qué vivirían, si su amado aún no terminaba la carrera? ¿Quién lo contrataría después de un escándalo de esa naturaleza?, ¿Apelar a su hermano mayor, el marino, que ya estaba asentado en el Nuevo Mundo? ¿Y qué podría hacer mi hermano por mí? ¿Llevarme al sur del mundo con él? Si lo que yo quiero es vivir en mi tierra con el hombre que amo. La verdad la azotó: ella no era libre. La violencia del golpe la puso de pie y al hacerlo se hundió tanto que su cintura llegó al ras del suelo; no era sólo el peso del manto en sus hombros, la tierra parecía tirar de Julia. Hundiéndose poco a poco, Julia finalmente confirmó su realidad y la silabeó para asimilarla: ‘Yo-no-soy-li-bre, yo-no-soy-li-bre’.    

En una boda que fue comentada por todos los diarios de la región y que recibió una felicitación de Sus Majestades, El Marido Elegido desposó a una bella cabeza adornada por varias capas de velo de encaje. La Divina Providencia encargó el velo más hermoso del mundo para disimular el hecho de que el cuerpo de su hija estaba hundido en la tierra, ni el novio ni los invitados a la ceremonia lo notaron, todos alabaron la finura del tejido. Días después de la boda, Julia y El Marido Elegido partieron hacia el lugar en el que vivirían, El Palacio de la finca ganadera, en una aldea cercana. Apenas instalados en el nuevo hogar de Julia, El Marido Elegido viajó por asuntos de su trabajo como abogado.

Julia estuvo a solas por primera vez desde que le torcieron el destino. Decidió dar una vuelta por la hacienda, si ésta ha de ser mi cárcel, por lo menos la conoceré. El hecho de tener sólo la cabeza en la superficie y el resto del cuerpo hundido en la tierra hacía que cada paso le demandara mucho esfuerzo. Finalmente, lo sintió. Un hormigueo insoportable en su cuerpo enterrado, las lombrices de tierra se arrastraban por las piernas de Julia, por el vientre de Julia, por el pecho de Julia, por la espalda de Julia. El asco se apoderó de ella, llegaron las náuseas redentoras y vomitó de repugnancia y de dolor. Vomitó su felicidad destrozada, vomitó sus anhelos pisoteados y vomitó la ingenua convicción de haber sido libre alguna vez. Con la fuerza de las arcadas la voluntad de Julia regresó para quedarse. Con una ferocidad de la que no se sabía capaz, sacudió la cabeza y siguió agitando su cuerpo, completamente poseída por el amor a sí misma. El manto oscuro que la cubrió desde que le apagaron la luz del amor cayó y se perdió para siempre. Sus pies por fin se posaron en el suelo sin enterrarse y no hubo poder capaz de hundirla nuevamente. La mujer que jamás callará lo que piensa, gracias a Dios, estaba de vuelta. Pidió que le prepararan un baño y sumergida en agua tibia lloró la vida que no pudo vivir.

A Julia no le tomó mucho tiempo darse cuenta de que El Marido Elegido no la amaba, se había casado con ella porque era una mujer apropiada para él y nada más. Ese descubrimiento apagó la compasión que él le inspiró inicialmente, cuando lo creyó enamorado de ella, encendió su rabia y no pudo evitar cobrarle todo el dolor que sentía. En una explosión que trascendió generaciones, cogió una escalera para lograr alcanzar un retrato, pintado por su hermano como regalo de bodas, del hombre que había ayudado a torcerle el destino sin tener siquiera el amor como excusa. Golpeó el retrato con los puños y como no pudo hacerle daño, regresó y lo reventó a botellazos. El retrato continuó colgado en el lugar de honor del palacio, el retratado ni lo notó. El Marido Elegido no esperaba amor de Julia y tampoco lo ofrecía, no por mala voluntad sino por falta de imaginación. Se trataba de un hombre de pocas ideas y menos palabras, pasivo y soporífero, con una única afición: ser abogado, su profesión era su pasatiempo. El aristócrata tenía poco interés en el manejo de su herencia y menos aún en el de su finca. Para él, más que una fuente de ingresos o un lugar de trabajo, la extraordinaria finca era básicamente su vivienda; una casa magnífica, preciosa e inmensa, ubicada en una aldea pequeña sin ningún tipo de actividad o entretenimiento, salvo alguna que otra feria ganadera, en la que él era el rey.

Julia vivió el resto de su vida con la sensación inequívoca de llevar una existencia ajena. Ella había vivido siempre entre locos ruidosos y estaba acostumbrada a la actividad de su ciudad; a departir con gente interesante y pensante, intelectuales y artistas. El silencio de la aldea miserable, del palacio y del dormitorio estuvo a punto de enloquecerla. Julia temió que la lentitud de entendederas de su marido se le pegara y sólo siendo la mujer que jamás callará lo que piensa, gracias a Dios, logró sobrevivir a su desgracia. Mandó a traer libros y se dedicó a tocar el piano para acabar con ese silencio que sentía como único compañero. La lengua de Julia era respetada y hasta temida por todos, pero El Marido Elegido jugaba al sordo. En una ocasión, un proveedor se encontró con ella en uno de los patios del palacio y Julia quiso pagarle sus servicios. ‘No me pague, Doña Julia, que ya me ha pagado su marido’. ‘¿Mi marido?’ ‘Si ese ni cobra ni paga’.  Un día, una de las vacas de la finca murió en el parto. Julia tropezó con un trabajador atolondrado. ‘¿Qué pasa hombre?’ ‘Es que… es que…’ ‘¿Es que, qué?’ ‘Es que se ha muerto la reina y su hija.’ La vaca muerta se llamaba Reina. ‘Ah, de modo que ha muerto la reina y su hija, pues que viva la República’.

Julia nunca calló su infelicidad ante su familia, ni frente a la mismísima Divina Providencia. Crió amorosamente a los tres hijos, dos hombres y una mujer, que concibió sin amor y se juró a sí misma que jamás intervendría en las decisiones que ellos tomaran. La apatía de El Marido Elegido para los negocios hizo que la fortuna heredada fuera mermando considerablemente. ‘Escudos y blasones y los hijos sin calzones’ le decía Julia mirándolo a la cara intentando inútilmente conseguir una respuesta. Los tres hijos de Julia y El Marido Elegido crecieron sanos y medianamente cuerdos, aunque uno de ellos resultó de bragueta floja. Sedujo a una de las sirvientas del palacio, la embarazó y se desentendió de la criatura. Cuando Julia lo supo, buscó y encontró a la niña a cargo de la familia materna en condiciones miserables. Con el permiso de la madre de la criatura y de El Marido Elegido (que jamás fue un ser vil), Julia la llevó al palacio, la crió como a su propia hija y así, a sabiendas, Julia también torció un destino. Sin Julia, esa niña hubiera terminado perdida en la aldea cuidando vacas ajenas en la ignorancia más atroz. Gracias al amor de su abuela, ella fue periodista, escritora y traductora; feminista, viajera y libre.

Julia murió de vieja en el pueblo al que nunca dio el gusto de verla llorar. Estaba a solas cuando vio llegar a su estudiante de leyes convertido en juez. Él le tendió la mano que ella tanto añoró, por fin pudo tomarla y partió con él. El Amor que Debió Ser y que jamás sufrió la indignidad del ocultamiento se consumó en el más allá. La hija de Julia estaba en el palacio cuando vio un resplandor, caminó en su dirección y encontró a su madre sonriendo muerta, sujetando en la mano derecha el retrato del hombre que amó. Así la enterró.

Para Carmen.

Úrsula Álvarez Gutiérrez

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Bibliografía:

  • Diccionario general de política y administración publicado bajo la administración de Estanislao Suárez Inclán y D. Francisco Barca con la colaboración de Varios Jurisconsultos, Publicistas y Hombres de Estado. Tomo Primero, Madrid, Imprenta de la Biblioteca Universal Económica, Calle de Segovia Número 23, 1868 (Digitalizado por Google).
  • Guía Oficial de España 1876 (Harvard College Library, The Gift of Edward Hickling Bradford of Boston, A.B. 1800, M.D. 1873)
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  • Contextos Educativos, Extraordinario 1 (2016), 79-96. DOI: 10.18172/con.2837. La formación de maestros y maestras elementales en Espana a finales del siglo XIX. Vicente Meavilla Seguí, Andonio Oller Marcén. Universidad de Zaragoza.
  • tribunafeminista.org
  • La Vida en Santander a Mediados del Siglo XIX. Benito Madariaga. Santander 1984
  • Nueve mujeres en las cortes de la II República (El perfil humano de las primeras diputadas españolas) Francisco Márquez Hidalgo.
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  • https://historiadeltraje.wordpress.com/tag/polison/
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  • http://www.cantabria102municipios.com/saja_nansa/cabezon_sal/contenidos/popup_per05.htm
  • http://www.joyasinmobiliarias.es/detalle.asp?id_inmueble=116
  • http://www.blasoneshispanos.com/Heraldica/HeraldicaGentilicia/Armoriales/

 

Sobre Maria Toca 1676 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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