Contempló de nuevo la imagen que devolvía el espejo. Se encontró unas pupilas que la miraban, auscultando cada detalle de un rostro que desconocía. Le surcaban tibios caminos alrededor de unos ojos cansados, con párpados capucheando sobre una mirada turbia, oscurecida por el telón de unas pestañas que a trompicones guardaban la presteza de esos ojos que antes mostraban luz y ahora apenas un pábilo marchito. Un rictus de amarga complacencia encerraba la boca, dejando a la sonrisa sin camino. La frente era surcada de arrugas insurgentes. No sabía quién era esa mujer que desde el espejo la miraba con curiosa quietud. El cabello serpenteaba a lo largo de una cabeza aún firme, veteado de grises gredales que ensuciaban al resto.
La última vez que se miró, lucía una negra cabellera que besaba la espalda con complacencia. La última vez que se miró, tenía veinte años. Alguien suplantaba su rostro, su figura. Y ese alguien no la devolvería la vida que se escurrió sin darse cuenta. Se preguntó, ante ese espejo, donde quedaron las noches silenciosas, los callados reproches o los gritos ahogados por el saber estar y la buena educación. Se preguntó, allí delante de aquel vidrio, por las horas perdidas y por el esquilmo de muchas Navidades en soledad prestada.
La imagen calló. La estafa guarda silencio cuando se le pregunta.
María Toca
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