Están obligadas a escuchar el latido, como lo estuvieron antes, en la pesadilla siempre por recuperar, a abrir las piernas, aunque la náusea se les mezclara con el dolor, avinagrándoles la saliva. Es el mismo protocolo, el que las obligaba a gritar en silencio, el que les marcaba el camino, el que siempre les ha prescrito su papel. Seres sin voz, el inveterado mimo representando la tragedia de la muerte en vida.
Están obligadas a ser informadas, a escuchar la voz que les otorga la libertad, la que las coloca ante el espejo de la culpabilidad, donde pueden reconocer la calavera de las que las precedieron, su huella, su estigma, donde pueden reconocerse. Es la tragedia vital, la tuera que saboreó el poeta femenino, el que encumbró su soledad, su dolor y su silencio, el que las hizo gigantes, el que las nombró sacándolas de las mazmorras del anonimato.
Luego, arrastrando sus pies desnudos, con la historia que nunca pudieron escribir mordiéndoles los tobillos, encadenándolas a la noria eterna, podrán decidir con libertad, que no la hay, que no puede haberla -¿se acuerdan?- «que es la libertad rodeos que va dando la cadena».
Y , o sentimos que su cárcel es la nuestra, que su tragedia es la nuestra, que sus grilletes son los nuestros, que su dignidad es la nuestra, que su libertad es la nuestra…, o nos convertiremos en espectros, en el coro de voces huecas que abonarán sus silencios. Y ya no habrá vida que merezca la pena vivir.
Juan Jurado.
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