Por entonces nos gustaba estar tristes, seguramente porque lo confundíamos con estar vivos. Nos íbamos a vivir a esas canciones donde hacía tanto frío y cerrábamos los ojos al tararearlas. Nunca lograríamos superar esa ruptura, nunca, hasta entonces, nos habían dejado un agujero en el centro del pecho por el que se colaba un silbido de aire tan helado que hacía que dolieran todos los huesos del cuerpo.
Escuchábamos a Los Secretos porque sus canciones eran el resumen perfecto de nuestra primera tragedia. Enrique Urquijo me parecía mucho más guapo que David Summers, dónde va usted a parar, porque tenía unos ojos tristes que te hacían pensar en la mala suerte, en todos los caminos equivocados. Cantaba con esa voz que parecía llegar desde algún lugar oscuro y que tenía a veces el temblor de un grifo cerrado durante mucho tiempo. Los Secretos eran el grupo que te hacía cantar mientras llorabas y bebías de una litrona miserable, se colaba a través de las paredes del baño de aquellos bares cuando te escondías allí para seguir llorando a puerta cerrada porque él no se había pasado por ahí ese sábado y habías entendido de pronto que hay formas de decir adiós que no usan de las palabras ni los grandes gestos.
Te curabas. Pese a todo volvías a estrenar un vestido después de la resaca. Se ponían de moda otras canciones, otros bares, otros chicos. Cantabas de lejos «Sobre un vidrio mojado escribí su nombre…», que era tu favorita, recordando en tercera persona lo triste que estuviste, la enormidad de aquel dolor que habías sentido.
Mucho tiempo después Enrique Urquijo apareció sentado en un portal de Madrid, con los ojos tristes abiertos, como si quisiera mirar de frente a la muerte que llevaba tanto tiempo siguiendo sus pasos. Lo sentiste como cuando encontraban a uno de los buenos chicos perdidos de tu barrio, con la jeringa atravesada en el brazo, partidos en dos por un mal chute. Lo sentiste como si él hubiera tenido el detalle de seguirte con su guitarra por todos los bares del Rollo, cantándote al oído la banda sonora del primer gran dolor de tu vida.
Patricia Esteban Erlés
Muy bonito, amiga