Dicen que Hugh Hefner compró la tumba contigua a la tuya para pasar cerca de ti el resto de la eternidad. Dicen que la chiflada de tu madre te puso el nombre de dos actrices famosas que habían acabado mal para que no tuvieras oportunidad de elegir tu destino. Dicen que señalabas una foto de Clark Gable cuando te preguntaban por tu padre, que eras la niña más bonita del mundo pero que nadie se interesó por ti en el orfanato. Dicen que naciste rubia, aunque no lo suficiente. Dicen que a los 14 ya hacías que los hombres susurraran “mmm” a tu paso, que tenías la piel de vainilla, piel color Dom Perignon. Dicen que casi no hablabas en tus primeras películas: te limitabas a brillar, mirando a cámara.
Y dicen que te llevabas la luz contigo, que en tu ausencia los demás actores solo podían sentirse criaturas opacas, torpes como pequeños topos deslumbrados. Dicen que sabías disfrazarte de chica normal con unas simples gafas oscuras y un pañuelo en el pelo, y desaparecerte por las calles de Manhattan. Dicen que escribías poemas cuando estabas sola, que leías a Tolstoi y te gustaban mucho los perros. Dicen que caminabas como si pisaras muelles, que dormías con un pijama de Chanel Nº 5 y que pensaste todas las veces que aquel iba a ser el hombre perfecto. Dicen que Einstein te parecía guapo, que en las fiestas te quitabas los zapatos para bailar con Capote. Dicen que eras la mejor amiga de los vestidos bonitos y de los seres heridos, que te lavabas la cara quince veces al día y que aun así seguías encontrando en ella manchas que nadie más que tú veía. Dicen que por la noche tomabas pastillas para poder dormir, que por la mañana tomabas pastillas para poder despertarte. Dicen que cubrías con una tela negra la ventana de todas las habitaciones en las que te alojabas, que buscabas la noche porque tu propia luz te incendiaba por dentro.
Dicen que llegaste tarde a entierros, a rodajes, al cumpleaños del presidente. Dicen que te cosieron alrededor del cuerpo el traje de seda color piel adornado con seis mil cristales que llevabas la noche en que fuiste al mismo tiempo una tarta blanca y la chica que salía de su interior. Dicen que a los 28 escribiste “soy de esas que un día aparecen muertas entre las sábanas, con un bote de somníferos en la mano”. Dicen que aquella madrugada de agosto nadie te cogió el teléfono. Dicen que antes de meterte en el ataúd te pusieron tu vestido verde favorito y un ramillete de rosas rojas en las manos. Dicen que hace cincuenta años que estás muerta, pero eso, créeme, es porque ya no saben qué más inventarse.
Texto: Patricia Esteban Erles
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