En plena Guerra Civil, en una localidad sevillana de la Vega Media del Guadalquivir llamada Brenes, una mujer anónima, posiblemente vinculada al movimiento agrario fue arrestada y llevada a un viejo cortijo para ser sometida a torturas.
Es la Sevilla del general Queipo de Llano, objetivamente el más brutal de los africanistas y un encarnizado enemigo de las mujeres republicanas -por no decir de las mujeres en general- que solo podría rivalizar con Vallejo-Nájera, nuestro Mengele hispano. También es la Sevilla de los Entrecanales, que sentarían las bases de ACCIONA con mano de obra esclava en obras públicas, generosas en pagos del Ministerio y sin salarios que afrontar. O la Sevilla de los Benjumea, que controlaban la Presidencia de la Diputación de SevMinilla, la Alcaldía de Sevilla, el Ministerio de Agricultura y el Ministerio de Hacienda. Los Benjumea, gracias la Jefatura del Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones y a la Dirección del Instituto de Crédito para la Reconstrucción Nacional crearían ABENGOA. También con mano de obra esclava, por supuesto.
En ese contexto, en el epicentro de la represión y el expolio que viviría España en la primera etapa de la Dictadura, hay un hecho que habría caído en el olvido si no hubiese quedado recogido en un expediente militar y hubiese sido rescatado por el historiador José María García Márquez. Esa mujer anónima no solo fue sometida a palizas, sino que, a modo de vejación, un sargento de la Guardia Civil le obligó a desnudarse para raparla tanto el pelo de la cabeza como el vello púbico. El sargento primero ordenó a un falangista que lo hiciese y, consta en el expediente que el falangista se negó a hacerlo, desobedeciendo la orden del sargento. Es muy difícil, transcurridos tantos años, saber exactamente por qué se negó, pero el hecho de que constase en un expediente militar su negativa induce a pensar que fue por piedad hacia la mujer o por hastío de tanta violencia. Hay un destello de humanidad en su negativa y, por aquellos años, una demostración de valor. Su nombre era Joaquín Barragán Díaz.
Investigando, volví a encontrar su nombre en el ABC de Sevilla del 1 de abril de 1943. Había sido sometido a un Tribunal de Depuración por el Jefe Provincial de Falange. No hay pistas del motivo pero está claro que fue un hombre que pudo elegir entre tomar su parte del botín de guerra o ser fiel a sus principios, y optó por el camino más difícil y peligroso en la España de posguerra.
Para Joaquín Barragán Díaz no hubo cargos, reconocimientos, ni empresas, ni propiedades de exiliados. Ni siquiera un estanco, una administración de lotería o una licencia de taxi. Nada. No hubo nada.
Es más, Joaquín Barragán Díaz, si es que vivió lo suficiente, quizá tuvo que soportar las escenas sciascianas en las que el hijo o el nieto de un privilegiado del Régimen le llamase «facha». Porque las biografías familiares de los que expoliaron España se han blanqueado hasta el ridículo con la complicidad de unos ciudadanos capaces de creerse cualquier cosa que les cuenten. No en vano, Carlos Solchaga, el Ministro de Economía del PSOE insistía en sus orígenes humildes y en los «esfuerzos de su padre» (sic) para mantener a la familia. Carlos Solchaga, el nietísimo del general José Solchaga, carnicero de Asturias y temido en Cataluña por dar patente de corso a sus regulares moros para violar sistemáticamente a todas las mujeres del Tarragona y ejecutar brutalmente a los heridos que encontrasen a su paso. Quién sabe. Quizá Joaquín Barragán, en una escena digna de un libro de Sciascia, se encontrase con un Carlos Solchaga que le señalase como «facha». En un país como el nuestro, hay que tener mucho cuidado con el dedo que señala al otro como fascista. Porque la historia y la Transición la escriben los vencedores.
Fotografía: Mujeres, niños y niñas huyendo de la brutal represión de los regulares de José Solchaga en algún lugar cerca de la frontera francesa.
Texto: David Betancourt
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