Con el buen tiempo llegaban las visitas. Nuestro padre nos recortaba pelo y uñas en el jardín para no tener que limpiar luego porque se fatigaba. Aquel día vimos desde ahí al cernícalo, almorzando sobre un poste de teléfono en la falda del monte. Con el pico desgarró a tirones la carne de su presa aún caliente, sanguinolenta. «Parece una crueldad, pero es equilibrio», sentenció papá.
La abuela llegó un poco más tarde. Mi madre fue a enseñarle orgullosa sus pensamientos y alegrías. Encontró las flores rociadas con una bochornosa lluvia de células muertas negruzcas, muchas en forma de cuarto menguante. De diez manos y diez pies, incluidos los de mi padre. «Eres un guarro» le reprochó varias veces. Entre risas, la amorosa bronca se prolongó en la comida porque él no encontraba uno de sus calcetines. Se los había olvidado afuera tras la operación de higiene familiar y, al volver, encontró solo uno. En seguida acusó a mamá.
—Me lo has escondido en venganza. Sabes mi aprecio por esos calcetines con antideslizante.
—Te los compré yo, cochino —replicó ella, negando la acusación. La abuela se puso a buscarlo y acabamos todos, niños y mayores, enfrascados en resolver el misterio de su desaparición.
Años después, la cruel y prolongada enfermedad acabó llevándose a nuestro padre. Mamá, su doctora, le ayudó a morir en casa. Descansó por fin. Aquella cálida mañana observamos que las rapaces ya no volaban sobre el valle. Pronto averiguamos la razón. El tronco donde tenían el hueco del nido había sido derribado por un rayo. Estaba abandonado en medio de zarzas. Entre hierbas secas y diminutos palos traídos por los cernícalos, descubrimos el viejo calcetín de lana de papá. «Parece hurto, pero es equilibrio», nos dijimos. Melancólicas risas.
“Los Web. ¿Inconformistas o solo locos”
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Jesús R. Delgado
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