Morir en Nueva York debe de ser distinto.
Debe de ser como comprender de pronto qué siente un rascacielos de noche.
Debe de ser como volverse verde y dorado, un árbol venerable de Central Park, un árbol que podía ser Walt Whitman.
Morir en Nueva York, a punto de entrar en tu apartamento, por culpa de alguien que te ha querido de manera equivocada, que se ha envenenado con libros y canciones. De la mano del mismísimo hijo del diablo que tomó un taxi amarillo en Times Square para no llegar tarde a su cita contigo.
Morir en Nueva York, con ojos de cristal vueltos a un cielo abrumado. A esa hora en que la luz de la tarde se hunde en la espalda de los ciclistas.
Morir en Nueva York recordando un número de teléfono 212, que vuelve de pronto a ti sin haberlo llamado. Añorando la novela que te espera junto al ventanal. Lamentando dulcemente, sin rencor, todo lo que no has vivido, lo que no llegó a pasarte.
Foto de Gail Halaban. Ventanas de Nueva York.
Texto: Patricia Esteban Erles
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