«Estimado señor,
Cuando una catástrofe real y final caiga sobre nosotros en Palestina, el principal responsable por ésta será Gran Bretaña, y el segundo responsable serán las organizaciones terroristas nacidas desde nuestras propias filas.
No me gustaría ver a alguien asociado con esa gente criminal y engañadora
Albert Einstein»
Si la presi de Madrid no fuera en esencia una paleta indocumentada -no insulto, sólo describo- jamás habría relacionado en la Asamblea de su comunidad a Einstein con Israel sólo por el hecho de ser judío, dado que el famoso científico fue furibundamente antisionista, ni más ni menos que como la mayoría de la clase media urbana e ilustrada de fe judía.
El sionismo convirtió un mito religioso en un lema nacionalista. Así pues, si tanto la religión como el nacionalismo son las dos ideologías más letales en manos de canallas porque ambas se sustentan sobre todo en los sentimientos y las emociones casi que en exclusiva, y de estos buena parte irracionales desde el momento en que la fe, da igual si en un dios o una patria, exige la renuncia a la razón, lo cual, sin embargo, tampoco es óbice para que ambas también tengan su razón de ser en manos sensatas -aquí siempre Koldo Mitxelena con su «soy nacionalista (vasco), pero antes soy demócrata«-, y todo ello porque el ser humano se construye también a partir de sentimientos y emociones, el sionismo ya es la cuadratura del círculo dado que crea una nación a partir de la pertenencia o no a un credo concreto: el judaísmo. El sionismo establece la ficción de que pertenecen a la nación judía, y por lo tanto tienen derecho a establecerse en la casa del pueblo judío, es decir, Israel, tanto un judío askenazi nacido en Polonia o en cualquier otro punto de Centroeuropa, y cuya lengua materna es el yiddish, un dialecto del alemán con influencia hebrea, como un judío sefardí procedente, por lo general, de cualquier punto del Mediterráneo y de lengua ladina, un dialecto castellano de cuando fueron expulsados por los Reyes Católicos de España en siglo XV, un judío falasha de raza negra y procedente de Etiopia o cualquier otro procedente de cualquiera de las comunidades judías repartidas históricamente por toda Asía y en las que no faltan judíos de origen asiático con sus ojos rasgados y sus caras redondas.
De ese modo, la ficción del sionismo ha servido para construir una nación de la nada, o dicho de otra manera, de la mera contingencia de compartir una misma fe, ¿o acaso existe la nación o el pueblo cristiano, musulmán, budista, animista, «ciencilólogo», etc.? Una nación sustentada en el mito de la existencia de un pueblo judío, o lo que es lo mismo, que todos aquellos que profesan la fe judía a lo largo y ancho del globo terráqueo descienden de aquellos que hace más de 2000 años abandonaran lo que llamamos Tierra Santa? Una ficción que sólo ha sido posible por culpa de las trágicas circunstancias históricas que dieron origen al antisemitismo, el odio hacia aquellos que profesan la fe judía, y que derivó en la monstruosidad del Holocausto. Una tragedia cuyas secuelas todavía se perciben en el modo como países como Alemania, Holanda, Francia y otros son incapaces de denunciar a las claras los fines y estrategias del sionismo en razón de su inmenso complejo de culpa. Países a los que se les supone una reconocida solera democrática; pero, que no tragan con el chantaje emocional del estado de Israel cuando tilda de antisemita a todo aquel que cuestiona el sionismo, y en especial a todo aquel que osa hacer la más mínima crítica a la política colonial y profundamente racista que está llevando a cabo en Gaza o Cisjordania tras haber creado un apartheid muchísimo más duro y mortífero, siquiera por una cuestión de mera estadística, que el de la minoría afrikaner en Suráfrica, régimen con el que, por cierto, Israel siempre mantuvo excelentes relaciones.
Sin embargo, hoy en día incluso historiadores israelitas como Shlomo Sand han desmontado en sus trabajos, y muy en especial este último en su libro La invención del pueblo judío (Madrid, Akal. 2011), el mito del pueblo judío repartido por todo el mundo tras ser expulsado de su supuesta casa, Israel. De hecho Shlomo Sand y otros investigadores, tras el estudio minucioso de toda la documentación a su alcance, desde la arqueología, la lingüística, la genética y en general de todo lo que es propio a la Historiografía, han llegado a llegado a una conclusión prácticamente inapelable: No se puede demostrar de ninguna manera que los judíos que poblaban Judea o Samaria fueran expulsados, o abandonaran por su propia voluntad, la tierra de sus antepasados tras la destrucción del Templo de Jerusalén en el siglo I por los romanos. No existe ninguna prueba documental, o de ningún otro tipo, que certifique que las comunidades judías repartidas a lo largo y ancho del mundo procedan en su totalidad y en exclusiva de lo que ya entonces también se conocía como Palestina. Más bien todo lo contrario, la mayoría de los judíos que vivían en Palestina permanecieron en sus hogares hasta la llegada de los invasores árabes que fueron islamizando el territorio poco a poco tal y como ocurrió en la mayoría de los territorios del imperio árabe de los Omeyas y Abasidas. Dicho de otra manera, en Palestina ocurrió lo mismo que en Hispania cuando está se convirtió en el Andalus. Allí, en un principio, la mayoría de la población conservó su fe cristiana… y judía, a cambio del pago de un impuesto a las autoridades islámicas, y ya más tarde, con el paso del tiempo, paulatinamente, o según los periodos de mayor o menor intransigencia por parte de los gobernantes musulmanes, fue convirtiéndose al Islam por pura conveniencia, y seguro que muchos también por convicción. Ni más ni menos lo mismo que ocurrió en otras partes del mundo árabe que hoy conocemos, Magreb, Egipto, Mesopotamia, Siria, donde todavía hoy en día subsisten minorías cristianas que ya lo estaban antes de la dominación árabe, y, por supuestísimo, también en Palestina. Así pues, Shlomo Sand y otros historiadores lo tienen bien claro, los verdaderos descendientes de los judíos que poblaban Tierra Santa no son otros que los propios palestinos convertidos al islam, incluso al cristianismo antes de la llegada de los árabes, con las debidas aportaciones de gente venida de todas partes del mundo árabe. O acaso no son también palestinos, todos ellos de lengua árabe, e incrustados en la sociedad Palestina antes de que el primer judío sionista pusiera un pie en Tierra Santa, la minoría y hoy prácticamente exigua de judíos samaritanos que nunca se movió de Samaria/Palestina.
Con todo, Shlomo Sand también tiene bien claro un hecho consumado. Del mismo modo que el hijo de una mujer violada tiene todo el derecho a la vida, Israel, por muy cruento e ilegítimo que haya sido su parto, hoy en día es una realidad completamente constituida, por lo que negarle el derecho a su existencia sería otra injusticia. Así pues, lo que queda es saber cómo encajar esa realidad llamada Israel de acuerdo a unas premisas verdaderamente democráticas y en paz y convivencia con esos vecinos victimizados por ellos. La solución de los dos estados previa renuncia de Israel al sionismo como ideología fundadora e inspiradora de su estado. Porque, guste o no, si bien el concepto de «pueblo judío» es a todas luces una pamema histórica, otra cosa es el de «comunidad judía», término que hace alusión a la fe y no a la nación, también es cierto que después de 75 años desde la creación de Israel bajo los presupuestos sionistas, ya existe una nueva nación en el concierto de las naciones del mundo: la nación israelí. Una nación que, bien o mal parida, ha nacido antes que nada de la voluntad de sus miembros para serlo, ni más ni menos que otras siguiendo la estela de los EE.UU tras su independencia, a partir de ahora puede sustentarse o definirse en virtud del concepto de ciudadanía antes que por el de la religión o el de una etnia y no varias, una nacionalidad plural y democrática en la que ser judío, cristiano o musulmán sea algo secundario, privado, puede que hasta anecdótico.
Dicho lo cual, sólo queda establecer que no hay nada más absurdo, producto único de la falta de conocimiento y la distorsión de la realidad debida a los prejuicios asumidos sin espíritu crédito alguno, que confundir lo israelí con lo judío, es decir, lo que es propio del estado creado fundado sobre los principios racistas y colonialistas del sionismo, y la religión judía y a sus miembros con su rica tradición cultural de más de dos mil siglos de antigüedad. Por eso mismo también resulta tan irritante, bochornosa, la impúdica exhibición de ignorancia auto satisfecha de la presidenta madrileña. Claro que Isabel Díaz Ayuso sólo es una política esencialmente ágrafa y populista en una sociedad mayoritariamente ágrafa y populachera que confunde de continuo la fe judía y a los judíos con el sionismo e Israel. Porque esa y no otra es la condición de la ignorancia, simplificarlo todo para no entender nada. Ahora, insisto, en tiempos de descrédito inducido de la inteligencia, de la bondad incluso, en estos tiempos donde el mismo fantasma de la primera mitad del siglo pasado vuelve a recorrer Europa y también al otro lado del Atlántico, más tarde o más temprano la títere de la fundación FAES será presidenta de España dado que el campo está de sobra abonado, aquí como en Argentina, Italia, Hungría…
Txema Arinas
(Oviedo, 14/05/24)
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