Observo dos tendencias repugnantes en el enfoque que los medios de comunicación eligen darle a dos noticias que sigo con interés. Repugnantes por lo que sugieren y hacia donde conducen, por el fondo de país recién salido de las cavernas que a veces se trasluce en los periódicos e informativos. No sé a santo de qué debe llamarse a un presunto asesino por el nombre de pila, como si fuera tu vecino, tu primo, tu hermano. Agradecería mucho que los locutores y redactores se afanaran en referirse al padre de Anna y Olivia con su apellido o simplemente con la palabra «sospechoso», porque leer o escuchar que se le nombra así de familiarmente me asquea, establece una cercanía con él que me parece monstruosa. ¿Acaso entiende alguien sus actos, su crueldad, su vileza? Porque yo no, y no conozco de nada a este tipo ni pienso en él como en un semejante con nombre propio. Una razón ética, el distanciamiento de semejante cabronazo con pintas, que los medios de comunicación debían sopesar. Ya hace años observé que se llamaba «Sergio» al asesino de su ex novia y la amiga que la acompañaba el día en que el sujeto en cuestión las mató. Y de forma inexplicable parece que ha cundido el ejemplo, que a puro de ver a un malhechor en todas las noticias se impone hablar de él con una intimidad asquerosa.
La segunda cosilla. En relación con el caso de los pobrecitos viajeros fin de curso a Mallorca, que se desplazaron a la isla sin ninguna vinculación a los centros educativos donde cursaban sus estudios, es decir, organizando dicho peregrinaje etílico festivo por su cuenta y riesgo, conchabados con una agencia que les pedía que los institutos adelantaran las extraordinarias para que cuadraran las fechas y el negocio cubicara más aún, leo hoy que algunos medios se refieren a ellos como «los niños de Mallorca«. Por un momento me he emocionado, recordando a ese grupazo de mi adolescencia, «Los niños del Brasil», pero acto y seguido me indigno nuevamente al observar la taimada maniobra de los tabloides que intentan dramatizar el caso, redimir a una panda bastante nutrida de jovenzanos mayores de edad que beben ad infinitum, se relacionan carnalmente, asumen con toda la chulería del mundo que iban sin mascarilla y que el propósito del viaje no era visitar el castillo de Bellver sino el concierito reguetonero de turno, para refrotarse bien con el prójimo o prójima perreante más cercano. De niños nada, de imbéciles, irresponsables, insolidarios, cobardes y arrogantes, todo. Ya basta de infantilizar a seres que deben asumir sus actos y entonces todo les va mal, no así cuando se trataba de desfasar. NIño no es sinónimo de inmaduro, de egoísta, de incívico. No insultemos a los pequeños que empiezan a vivir y a descubrir cosas llamando con la misma palabra a estudiante preuniversitarios que ahora se quejan, denuncian y lloriquean por el atropello que supone perder un vuelo y permanecer aislados debido, recordemos esto, a una situación generada solo y exclusivamente por sus apetencias incontrolables.
Patricia Esteban Erlés.
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