De niña descubrí una droga dura llamada lenguaje. Puede que sea la única pasión real de mi vida, desde que fui capaz de entender todo aquello que podemos hacer gracias a un instrumento básico y sin embargo ilimitado. No puedo no amar las palabras ni dejar de sentir por dentro la ambición de domar un párrafo, de componer una historia. Mis alumnos se ríen a veces, cuando les hablo de una etimología latina y hermosísima con la emoción de quien ha encontrado un tesoro abandonado en un portal. Enfermo, el que no está firme, cadáver, el que ha caído después de no estar firme. Discuto hasta la muerte y golpeo en la mesa llena de razón la exactitud de un adjetivo, sé que existen buenas y malas palabras, palabras torpes y esbeltas, palabras universo y átomo. Sé que las palabras poseen un sabor y un olor determinado, que algunas perdieron todo sentido y otras lo fueron encontrando por el camino. El lenguaje es un deporte que puedes practicar en cualquier lado, solo o a medias. No hay un día en que no entrene un rato, en que no me drogue un poco. En que no me quede pensando un rato en palabras como «nunca».
Nadie puede negar que la palabra «nunca» suena a lo que es. A abismo, a precipicio, a agujero cavado en la tierra. Algunas palabras no hay ni que buscarlas en el diccionario. Nunca suena a miserere, a puerta que no se abre. Nunca es nunca.
Patricia Esteban Erlés
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