Hace tiempo escuché lo importante que era para las mujeres tener de referencia a otras mujeres. En todo lugar donde nos ubicáramos en cierto peso, en algo sustancial. Y no lo entendía. Música, teatro, actrices, directoras, políticas, enfermeras, profesoras, doctoras…
Las mujeres se han dedicado históricamente y se dedican al ámbito privado, entendiéndolo como el hogar. Entonces, no es difícil concluir que no tienen referencias en muchos ámbitos más allá de ese.
Siempre recordaré a mi abuela como un referente en mi vida, pero sin la más mínima envidia en lo que se refiere a su vida. Hambre, dictadura, pobreza… nada que envidiar.
Fue una esclava toda su vida, especialmente de su madre y de su familia, trabajaba tejiendo y cosiendo, al tiempo, que trabajaba en la panadería de su padre. Horas, horas y horas de trabajo. Literalmente todo el día.
Luego, se casó y tuvo hijos. No es por desmerecer a mi abuelo, que si por algo se caracterizaba era por su inocencia, pero es de sobra conocido lo que significaba casarse para una mujer. Tuvo hijos, más trabajo, al tiempo, que tuvo que sufrir algo que ninguna madre debería experimentar, como la muerte prematura de un hijo. Lo único que sería capaz de tildar de antinatural con todo su peso y todas sus letras y acepciones.
Una amiga suya, que todavía afortunadamente sigue con vida, es probablemente la mujer más inteligente que haya conocido. La tía Mari, que además de muy inteligente, tenía una capacidad enorme. Recuerdo, todavía con asombro, como se sabía decenas de historias y cuentos mallorquines de memoria. Me los contó incontables veces y siempre los relataba igual, nunca se equivocaba, nunca se perdía.
Mi hermana y yo siempre decíamos que de haber nacido hoy, muy probablemente habría llegado muy lejos. Esbozábamos verosimilitudes en nuestro imaginario y nos reíamos. “Claro que sí, la tía podría haber sido la mejor neuróloga” “La mejor profesora” “La mejor científica”. Sin embargo, no lo fue, ni lo será. Ni en un solo instante de su vida, aun naciendo esa inquietud en ella, habría sido posible.
Las recuerdo a las dos sentadas en las butacas, cosiendo y hablando. Las palabras que salían de la salita, ni en una conferencia se daban. Era puro arte, pura inteligencia, pura brillantez, por desgracia, perdida.
Perdida, porque se quiso perder.
Quien sabe, tal vez, si al abrir un libro hubieran leído a Concepción Arenal, las cosas habrían sido diferentes. No lo sabremos nunca.
Lo que sí sabré, es que tener de referencia a alguien con quien te sientes identificado, aquella persona que consigue entenderte, que teje las palabras de forma envidiable, a la que admiras y proteges cada una de sus obras, no es solo una persona, es parte de ti.
Recuerdo a mi abuela sufrir en ciertas situaciones. Aquellos momentos en la que las palabras no le salían, porque ya se habían encargado aquellos que con tanta osadía decidieron su futuro, cuando quería hablar respondiese con silencio.
Mi abuela solamente sabía que odiaba las injusticias. No sabía por qué, no sabía qué hacer, pero algo hacía. Por sus narices que su vecina no pasaba hambre. Un plato de lentejas lo arreglaba todo y el único premio, un gracias más en la lista.
La tía Mari, tampoco sabía por qué, pero encontró la manera de encajar en un mundo que la odiaba. Pensaba demasiado y demasiado bien. Mejor en casa cuidando de su familia y que se calle. Demasiado que decir en un cuerpo tan pequeño, acabó gustando hasta a los hombres de su familia.
Afortunadamente, hoy en día algunas mujeres pueden ir al cine e identificarse con otras, pueden leer un libro y sentir compresión de una autora y de su historia, pueden ir al teatro y verse reflejadas en la actriz y su productora.
Esto que parece o empieza a ser algo normal, no lo era. Aplaudamos los cambios, aplaudamos la conquista de bastiones de la libertad de las mujeres y dejemos en paz a aquellas que en su búsqueda, solo espero que encuentren respuesta.
Para aquellos que utilizan su libertad dada de nacimiento para burlarse, no puedo hacer nada más que sentir pena de la infelicidad que emanan y darle las gracias a mi abuela y a la tía Mari, por hacerme entender con hechos, la importancia de las palabras.
Texto: Antoni Miralles Alemany
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