El talento de Eduard Fernández

Esta semana he visto, al fin, “El 47” y “Marco”. Ambas películas se me antojan monumentos erigidos para honrar el descomunal talento del actor Eduard Fernández. Y ambas generan una suerte de reacción en mí que voy a llamar el efecto Fernández.
La primera vez que vi a este señor dejarme boquiabierta fue con el Hamlet que se marcó en el teatro Principal. Un príncipe atormentado, vestido de negro riguroso y más mediterráneo que danés en la demostración del dolor y la culpa. Saltó del escenario huyendo de sus fantasmas y nos sobrecogió a los asistentes con aquella apropiación tan debida del personaje de Shakespeare.
A mí me parece que Fernández convierte en oro cualquier truño de guion deficiente o torpeza suma del director. “El 47” aborda una historia conmovedora porque el héroe de a pie o de autobús toma una decisión que busca mejorar la vida de un barrio de emigrantes, el gueto en lo alto de Barcelona del que se ha olvidado hasta la transición democrática. Fernández es un Manuel Vital rocoso y tierno, un hombre marcado por la expulsión de su tierra natal y el fusilamiento de su padre. Ha construido una casa con sus propias manos, ha sacado adelante a su hija y nunca se quita el viejo reloj que le fue legado por su progenitor. Humilde y perseverante, Vital rebosa dignidad y sentido común. Sigue los cauces reglamentarios para pedir un autobús que llegue a su barriada y se los salta sin dudar cuando la administración lo ningunea. A la película le falta ritmo, está desequilibrada y casi me da un parraque cuando el jefe de Vital en la empresa de buses le aconseja que “mantenga un perfil bajo hasta la jubilación”. Podría haberle espetado un “ Tú quieto en la mata, Manuel”, pero al guionista debió de parecerle mega cool esa horrible expresión que anidó en nuestra lengua mucho después de 1978, junto con la dichosa zona de confort y otras lindezas del universo gurucoachinesco que nos acecha. Pero menos mal que está ahí Fernández, con sus patillas y sus gafotas, con su reloj y su fortaleza inquebrantable para que al final nos llevemos la sensación de que el mundo puede cambiarse desde un barrio denostado. El 47 será su arma y su caballo, un símbolo del cambio experimentado por el campesino que llega al mundo urbano y progresa, aprendiendo a conducir un vehículo. El autobús se muestra casi como prolongación del hombre que lo conduce y expresa con un viraje en la ruta cotidiana su protesta razonable. Vital es el pequeño héroe local, con su hazaña modesta y su dolor incurable, mientras que Enric Marcó es el villano de medio pelo que se aficiona a mentir y lo hace formidablemente bien, tanto como para creerse y hacer creer que estuvo preso en un campo de concentración nazi y vivió para contarlo. Entendemos muy bien los motivos de este ciudadano insignificante capaz de entrelazar recuerdos ajenos y fantasías propias, gracias a los ojos de Fernández, que evocan lo fabulado y ven arder las cenizas de otros deportados o contemplan un tablero de ajedrez sobre el que se cierne la sombra de un feroz SS. Me parece una producción endeble, que salta atrás y adelante en el tiempo de forma algo esquizoide y abusa de los cartelitos con fechas, a falta de una pericia mayor en el empleo de mecanismos narrativos. Pero el actor es salvador de su personaje, lo redime en cada plano, cuando suelta sus historias inventadas ante un auditorio o se acobarda ante la idea de que puede ser descubierto. La euforia experimentada ante la creación de cuentos terribles hurtados a los verdaderos supervivientes solo es comparable a la angustia que siente al sospechar que van a hacerle abandonar a la fuerza su reino de ficción.
Fernández es el Midas que se pone en la piel del valeroso extremeño o el farsante redomado con la misma convincente naturalidad, basada, creo, en la comprensión intuitiva de los motivos que los llevan a saltarse las normas y los principios morales, a desafiar al poder establecido o a fundir, sin reparo alguno, la realidad y la ficción.
Patricia Esteban Erlés.

Sé el primero en comentar

Deja un comentario