Levantó la mirada. El reloj marcaba las siete cuarenta y tres, como ayer; como entonces, cuando el portazo desvió el minutero, paralizó con el desvarío de la soledad intuida las manecillas y nunca más volvió a moverse. La puerta se cerró de golpe seco, a ella se le arrasaron los ojos y nunca más volvió a llorar. De vez en cuando al contemplar el reloj piensa que debiera darle cuerda. Algo la disuade, porque nunca lo hace. En el fondo le gusta que marque las siete cuarenta y tres.
María Toca
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