Desde niña sabes que eres mujer.
No por los agujeros en las orejas.
No por las batitas de cuadros rosas del colegio.
No por las horquillas o los vestidos obligatorios de los domingos.
No por el sujetador heredado de tu hermana o por la propina de los sábados, siempre inferior a la de tus hermanos.
No por el toque de queda, esa hora miserable de llegada a casa, justo cuando empezaba lo bueno.
No por la docena de bodas en que te han preguntado durante años cuándo tendrías un hijo, ese hijo pendiente, ese hijo que le debes a la humanidad como justificante de tu presencia en el mundo.
No por el tipo que te tocó el culo en la parada y se alejó corriendo con su ansiado trofeo: tu humillación.
No por todas las veces que te han dicho «píntate, que tienes mala cara», aunque ese día solo te pasara que estabas enferma o terriblemente triste .
No porque en aquel bingo los clientes pudieran opinar del largo de tu falda o tu colonia o el tamaño de tus tetas.
No porque el jefe os hiciera cruzar a seis chicas una sala al terminar la entrevista para contratar a la que mejor se moviera caminando.
No porque os obligara a llevar tacones hasta que te sangraron los pies una noche de agosto.
No porque aquel taxista te propusiera dar una vueltecita por la parte de atrás del cementerio una noche que volvías reventada a casa, después de doce horas de curro.
No por todas esas veces que un autorzuelo jocoso te ha dicho que para ser chica no escribes mal.
Sabes que eres mujer porque desde que naciste está dentro de ti la que serás hasta el último aliento sin que nadie pueda evitarlo. Ya entonces te preguntabas por qué algunas cosas duelen tanto sin ser golpes. Algunas miradas, el vacío en un corro de recreo. Ya entonces ibas a la caza de historias. Te hechizaba la voz de aquella maestra que os leía. Empezaste a pensar las tuyas, a desear por primera vez y para siempre alcanzar ese superpoder que solo da la palabra. Ya entonces eras tú. Son los otros, los que tienen miedo del poder que esa niña minúscula alberga en su interior los que tratan de enseñarte que ser mujer se reduce simplemente a un par de marcas en los lóbulos dulces, a usar un color distinto, ropa que aprieta, a sufrir la dictadura de un reloj, la máscara del maquillaje, el roce de unas manos, el peso de un empleo que te somete.
No hagas ni caso. Concédete un deseo: no dejes de ser tú, permítete ser exactamente aquella que quieres ser. Deja que la mujer que eres, por fin, sea.
(Ilustración de Hi-Fructose)
Patricia Esteban Erlés.
Muy bueno. Es exacto.