Mi media naranja me mira desde el sofá y alza la ceja.
—Daniel tiene fiebre —le repito.
Veo cómo se levanta y camina hasta la habitación de nuestros hijos, toca la frente al menor y concluye con autosuficiencia:
—Un poco, sí. Será la vacuna de ayer. Tendrás que dejarlo en casa con tu padre.
Le da un beso al chiquillo y a mí un ligero empujón para apartarme de su paso. Se aleja por el pasillo.
—¿Adónde vas?
—Me largo —me responde alzando la voz sin volverse.
—Pensé que no ibas a trabajar hoy.
—Es que no voy a trabajar.
Cierra la puerta tras de sí y me quedo frente a mis niños, que me observan indecisos.
—Venga, rápido, vestiros, que no llegamos —les urjo dando unas palmadas al aire.
Me centro en mis tareas y alcanzo a prepararles un bocata de chorizo para almorzar, aunque luego decido que a Daniel no le hace falta porque pasará el día con el abuelo, de modo que me lo desayuno yo. Ellos tienen leche y galletas y se quejan de que no se lo he preparado como les gusta.
—Ya sois mayorcitos, ¡la próxima vez os lo hacéis vosotros mismos!
Primer cabreo del día. Luego que si el pelo no me gusta, que si me voy a cambiar de zapatillas, que me falta un deber por hacer. Los minutos pasan y no avanzamos.
Les grito y los animo, les meto prisa, los empujo. Me preparo yo. Cojo el portátil, mi comida, mi abrigo, sus mochilas, los patines de Carlos que dejé anoche en mitad del pasillo para evitar olvidos, me encamino al coche. Ellos no.
Les vuelvo a gritar. Logro que suban y se aten con los cinturones.
Al fin nos ponemos en marcha.
Marco el número de mi padre y quedo con él para entregarle a Daniel. Dejo a Carlos en el cole. Dejo a Daniel con el abuelo. Llego al trabajo.
Llamadas, prisas, fechas que cumplir, reuniones. Falta un montón de gente, esto es un caos.
Mi padre me llama. Daniel está mejor y quiere dar un paseo. ¿Puede? ¡Y yo que sé! Pues sí.
—Vale.
El ordenador se cuelga, reinicio, atiendo una llamada, me como un marrón que no es mío. Me cabreo. El cabreo número dos.
Recibo varios wasaps. Me han metido en el grupo de Carlos del cole y está que arde. Un tal Manolo pregunta si hoy había que llevar los patines. Contesto con orgullo que sí, porque yo me he acordado. Emojis de caras asustadas, de gritos, ojos tapados. Otros padres afirman como yo y se ríen de los que se han despistado. Un tal Miguel va de listo.
¿Habéis llevado la flauta?
Mierda. Eso creo que no, pero no me da tiempo a reflexionarlo porque mi padre me llama de nuevo. Daniel solo quería que le comprara cromos del Kiosco. Le ha subido la fiebre. ¿Le puede dar aspirina? Dudo, juraría que no. Pregunto a mi alrededor. Mis compañeros votan en mayoría por el apiretal, y sí, a mí también me suena ese nombre. Se lo traslado a mi padre y le envío a la farmacia a comprarlo. ¿La dosis? En la farmacia se la dirán. ¿Y qué le hace de comer? Uf, ni idea. ¿Puede comer cualquier cosa o debe hacer régimen?
—¿Arroz blanco? —sugiero. Con eso no fallas.
—¿Y eso cómo se hace?
Le cuelgo, echo mano de Google en el móvil y le vuelvo a llamar. Le explico a mi padre los pasos a seguir: sofreír un ajito, hervir agua, dejar el arroz unos quince minutos… Él toma notas a velocidad de sexagenario y yo me desespero. Recibo más diez correos en ese intervalo de tiempo. Toreo las urgencias como puedo. Me estreso y eso me cabrea más. Y van tres veces.
Se me pasa la hora de la comida. Corro con mi fiambrera a la cocina. Caliento, engullo, vuelvo a mi mesa. Intento terminar las cosas más importantes. El tiempo me viene justo porque he de recoger a Carlos.
Cuando llego está él solo en la puerta del instituto. Me lanza una mirada de perdonarme la vida. Se sube al coche silencioso e indignado. Conduzco a por Daniel.
—Vamos a por tu hermano, a ver cómo se encuentra…
—¡¡Pero si tengo inglés!! —Me grita.
Le veo a través del espejo retrovisor. Mi hijo tiene el aspecto de una persona a la que le acabas de decir que la tierra es plana. O que se ha quedado sin móvil. Tiene los ojos abiertos como platos, las manos crispadas a ambos lados de la cara y el tupé engominado se le ha erizado. Abre la boca en forma de O redonda, redonda. Maldita adolescencia.
—Tranquilo, tranquilo. Ya te llevo. No me acordaba, perdona.
—Dame la carpeta que vaya repasando.
Trago saliva. No sé de qué carpeta me habla. Mi hijo lo intuye. Su pelo comienza a flotar alrededor de su cráneo mientras sus ojos escapan de sus órbitas. Antes de que grite lo intento calmar.
—¿Y si te la pelas hoy? Nos vamos a casita y jugamos a la play…
Uf, es peor. Está levitando sobre su asiento.
—¡TENGO EXAMEN!
El grito destemplado me taladra el tímpano. Lo dejo en la academia de inglés con la promesa de llevarle el material antes de que finalice la clase.
Conduzco hasta casa, me toca dejar el coche en el garaje, subo y busco la dichosa carpeta, no la encuentro, busco más, al fin la encuentro, creo. Regreso a la academia, aparco en doble fila, entro dos minutos en la academia que se convierten en diez.
El coche no está cuando salgo. Mi portátil del trabajo, que está en el maletero, tampoco.
Cojo un taxi hasta el garaje de la grúa. Espero paciente, pago la multa, recupero mi coche.
Ya no es cabreo, ¡¡ESTOY QUE REVIENTO!!
Recojo a Daniel y lo llevo a casa.
—¿Dónde está Carlos? —Me pregunta mi hijo nada más entrar por la puerta.
Miro mi reloj y llamo urgentemente a la academia. Carlos sigue allí, esperándome.
Me odia cuando lo recojo. Daniel también porque está flojucho y débil y le está volviendo a subir la fiebre, y este último paseo gratuito no le ha gustado nada.
Para que me perdonen les dejo que usen sus tabletas en su habitación porque el amor de mi vida está en el sofá viendo una peli y no los quiere ver por el comedor.
—¡Largo! —Me ha gritado cuando he asomado la cabeza para saludar.
Los niños se disuelven en el mundo digital y yo encuentro algo de paz por fin.
Me siento en la mesa de la cocina y consulto las noticias, Facebook e Instagram. Leo varias entradas sobre política y deportes, algo de economía, prensa del corazón…
Siento hambre. Tal vez sea la hora de cenar… ¡¡¡Es tardísimo!!!
Y no sé qué hacerles. Me asomo a su cuarto y ambos están alelados frente a la pantalla con sendas sonrisas en la cara. Miro entonces en la nevera.
Longanizas, eso es. Sencillo y rápido. En un plis plas tengo las longanizas listas y, como están creciendo, les arreo un trozo de queso a cada uno.
Los obligó a sentarse conmigo. Se quejan del humilde menú. Yo me quejo de sus modales en la mesa. A falta de conversación les pregunto por los deberes.
—¡Tenías que haber preguntado a los otros padres! —me aclara Daniel, que hoy no ha ido a clase y no sabe qué han mandado.
—¡No los he hecho! —Se asusta Carlos.
Los pongo de irresponsables para arriba, aunque muy muy en el fondo sé que en parte es culpa mía, que tenía que haberlo tenido en cuenta. Ellos se disgustan, yo me enroco en mi falsa inocencia.
Cena rápida con malas caras. Vuelo de wasaps. Deberes deprisa y corriendo.
Los mando a la cama un poco más tarde de lo normal. Como una hora y pico, casi dos, tampoco es para tanto. Entro en el comedor dejando atrás el estrés del día. Ya se acabó.
—¿Qué tal? —Me pregunta mi amorcito.
—Perfecto, genial. ¿Y tú?
—Un día maravilloso… Se os ha hecho un poco tarde ¿no? —
No contesto, me hago el sordo
— Mañana estarán reventados —
Emito un ruido gutural indeterminado porque me alivia saber que mañana ya no será mi problema. Pero mi mujer me mira de arriba abajo detenidamente
—¿Seguro que has acabado? Está limpia la cocina, recogiste la ropa sucia, sacaste la de mañana, has leído su agenda, se han preparado las carteras, han recogido sus trastos, la bolsa de natación lista… ¿verdad? Has mirado si hace falta poner lavadora, retirar la ropa tendida, planchar, repasar los baños, ¿barrer el suelo quizás?-
La miro con cara de panoli.
—Pues claro, Marta. Quedamos que hoy yo me ocupaba de todo. DE LO QUE HAGO NORMALMENTE —remarco poniendo mucha convicción—, y de todo lo demás. Ejem, voy al baño.
Salgo con la cabeza alta y corro a hacer todo eso que ha dicho y que no he hecho. Ni se me ha ocurrido hacerlo.
Uf, no se acaba nunca este maldito día de huelga de la mujer. Jodido 8 de marzo.
Copyright © 2018 Teresa Guirado.
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