Cuando una lleva 7 meses viviendo en Tokio, empieza a echar de menos los sabores de su tierra. Suele ocurrir, cuando ves que las latas de anchoas del Cantábrico que llevabas en la maleta se han esfumado por completo. Al igual que aquel bocadillo de jamón serrano que acabó pasando el control japonés, en la barriga y tras un último intento por aferrarte a tu origen. Es en ese momento, cuando una se replantea retomar el contacto con los sabores familiares.
Algo que me ha llamado la atención habitando estar tierras es que lo occidental siempre se destaca. Cuando vas andando por la calle resulta casi imposible pasar de largo un restaurante italiano, por ejemplo, o una tienda de ultramarinos americanos. Los escaparates anuncian el producto extranjero. Normalmente una infinidad de objetos del país foráneo inundan también parte de la calle, con decorados de banderas de la patria y una gran creatividad.
Una vez parada en la calle de en frente del restaurante, supe a dónde me iba a adentrar: un pequeño cosmos que trataría de replicar la realidad española, eso sí, con el detallismo y la extravagancia propia japonesa. Dudando de si el pomo de la puerta sería decorativo y en realidad habría un botón junto con un mecanismo automatizado que desplazaría la puerta para abrirse, sujeté el tirador de la puerta y la abrí con un pequeño empujón.
Una vez dentro, me sentí completamente perdida. Nos abordaron con un recibimiento formal japonés. Entre reverencias e inclinaciones de cabeza nos dejaron escoger la mesa en la que reconocería parte de los sabores de mi tierra.
Noté que el camarero también estaba algo perdido. Entremezclaba el japonés con los nombres de platos españoles, lo que posiblemente causara una especie de cortocircuito en su cerebro, ya que le llevaba a hablar en español. Cuando se percataba de ello, volvía a utilizar el japonés. Entre un tremendo batiburrillo de palabras e idiomas acabamos pidiendo la cena. Recuerdo que mientras esperábamos llamaron al cocinero “habla muy bien español” nos dijo el chico que servía la mesa. Ambos eran japoneses. Tenían ese aire adquirido de despreocupación, con el que moverían de un lado a otro la conversación.
Mientras esperábamos a la comida, ojeé el lugar. Era sin duda esa pequeña realidad española oculta entre cuatro paredes de un barrio japonés, en un lugar de dimensiones respetables para Tokio. De nuevo, noté el detallismo. Me volví a dar cuenta contemplando la carta de vinos: parecía el atlas de una vinoteca. Estaba dibujado, a mano, con increíble precisión, el mapa de España. Junto a él, aparecían imágenes de las marcas del vino español con descripciones que cualquiera se las habría tomado con humor. Tuve que contenerme en aquel momento, o podrían pensar que albergaba un interés demasiado grande en la oferta de vinos.
La comida fue toda una sorpresa. Alzando el tenedor y cuchillo y sintiéndome ya convencida por los olores, antes si quiera de probar los platos, ya les había dado el visto bueno. Me sorprendió que la tortilla la sirvieran sin ninguna salsa, por lo que tuve que llamar al camarero. “¿Ketchup? Pero en España se come así, ¿no?” “Se come así?” repitió con cara de incredulidad, mostrando la limpia tortilla. Entre una cosa y otra terminamos conversando con él gran parte de la noche, cada vez que venía a traer agua, o una toallita húmeda para las manos para cuando acabamos de pelar los langostinos.
Fue tan solo un primer encuentro. Tal vez la sangría ayudó a que se ensamblaran en mi cabeza las imágenes, junto con las voces de la presentadora de la radio fm española y la de las charlas casuales en japonés de los parroquianos nipones apoyados en la barra del local. Fue una unión de culturas. Toda una mini realidad oculta entre paredes y, una puerta que abrió el ansia de comida patria.
Texto: Paula Fernández
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