Uno de los grandes sufrimientos que observo en las mujeres de mediana edad no tiene tanto que ver con la pérdida de una persona significativa, no tanto por el fin de un vínculo o relación, una separación o divorcio con criaturas sino por la imposibilidad de cumplir el sueño del amor romántico.
Por no encontrar el espacio seguro en esa fantasía, por no saber en dónde hay refugio, compañía que alivie la vida y ciertas dosis de pertenecia social o afectiva.
El mayor dolor, el que roza la desesperación y la angustia del punzón en el pecho, y me muestran, es aquel que tiene que ver con darse cuenta de que el plan estándar no se da, de que en ese plan una realmente tampoco puede ser, de que el precio a pagar por estar ahí para las mujeres heterosexuales es inmenso y a la vez hay mucha angustia de desconocer cuál es la alternativa.
«Sufro porque mi sueño de un compañero y una familia ya no se va a dar. Tengo cada vez más años, además, y esto no va a mi favor. Los deseos y las expectativas masculinas no maduran. Ellos tienen 46, como yo, pero siguen deseando a una de 27 que los juvenalice.
Y yo, yo solo quiero un compañero de camino, un igual, con el que poder cogerme de la mano si hace falta.
Saber que eso no se da para mí y que lo que vivo no se asemeja ni de lejos a lo que deseo por mucho que adapte mis expectativas, me parte en dos, María. Me duele el Tinder cada dos meses«.
Y es cierto que la pareja no lo es todo, que están las amistades y otro tipo de afectos sin jerarquizar.
Lo que ocurre es que el discurso de la apertura a la diversidad afectiva no contempla que también hay una crisis relacional más profunda, amistosa incluso, familiar indudable, por lo que muchas personas se sienten muy solas no sólo por no tener pareja, no ya por vivir solas, sino simplemente y llanamente por no tener vínculos significativos ni una mirada atenta en el día a día que te pregunte al menos:
– ¿Qué tal ha ido? Cuéntame.
Y poder descansar ahí.
Cuando hablamos de diversidad, se supone que es el paradigma transformador y que contempla todas las voces.
Y sin embargo, sigo sin ver en la perspectiva diversa la marca de las realidades viejas, las de las personas que se divorciaron de sus familiares y no tienen pareja, las de aquellas a quienes les cuesta el poliamor no por dificultades con lo opuesto a la mononorma sino porque no tienen facilidad para desear o ser deseadas.
Las personas que te dicen que llevan años sin tener intimidad.
No veo a quienes en la distancia geográfica de sus vínculos más importantes se están días sin hablar con nadie, teletrabajando, las de crianza solitaria y viudedad social.
Que no me cuenten cuentos sobre el acompañamiento propio y lo bien que se puede estar con una misma, quien no se encuentre solo en un hospital, quien no viva en un tercero sin ascensor siendo obeso mórbido sin apoyos o quien no sepa qué hacer un viernes después del trabajo a sus cincuenta y cinco mientras el resto del mundo parece habitar el holograma de la felicidad y los planes.
Entiendo el dolor de la muerte de un sueño romántico inducido, entiendo el sufrir de escuchar tu propio eco durante días y especialmente el de quien no sabe qué hacer ante la falta de sentido de la existencia, la violencia circundante y las dificultades en la vinculación.
Es la soledad el asunto más profundo que suelo tratar y me conmuevo cada vez que alguien sufre desgarradoramente por el fin de algo que hubiera podido calmar ese miedo que nos acompaña.
El miedo de estar aquí. El hondo de no ser visto, vista o importante.
Que no te cuenten que hay que vibrar alto.
Hay que acompañarse. Bien. Cerca. Con cuidados. Y nos está costando.
Mucho más que tener novio.
Buen día, otro día.
María Sabroso.
Muy reflexivo y veraz.un saludo