Cheryl Araujo

Empezaremos la historia por el final. Esta chica se llamaba Cheryl Araujo. Murió a los veinticuatro años en un accidente de tráfico, en Miami. Se estampó contra un coche de teléfonos. Iba muy borracha.
Nadie contó que había fallecido en televisión.
Pero dos años antes, todo el mundo habló de ella. Una noche se quedó sin tabaco y bajó al bar de la esquina de su ciudad natal, New Bedford, un enclave pesquero que Melville cita elogiosamente en Moby-dick. Cheryl entró en el bar, habló con la camarera un rato y se pidió una copa. Tenía dos niñas pequeñas y quizás vio en esa escapada al pub el respiro a un largo día. La camarera acabó su turno y se fue. Cheryl acabó su bebida y se dirigió a la puerta, pero entonces uno de los tipos de la barra la agarró y con ayuda de otro la arrastraron a la mesa de billar.
Tal vez entonces Cheryl se dio cuenta de que era la única mujer del local. La desnudaron de cintura para abajo y violaron varios tipos, mientras otros miraban, con un vaso en la mano y otros animaban. Cuando consiguió zafarse de aquellas bestias corrió despavorida y salió a la calle, haciendo señales a los coches que pasaban para que la ayudaran.
El conductor que paró primero dijo que la chica solo llevaba puesto un jersey rosa.
Otro testigo afirmó que era la persona más asustada que había visto en su vida.
La enfermera que la atendió en el hospital señaló que tenía la marca azulada de cuatro dedos en la parte interior del muslo.
El argumento os suena. Claro, se hizo una película, con Jodie Foster en el papel de Cheryl, que finalmente denunció a sus agresores porque no quería para sus hijas un mundo en el que entrar a comprar cigarrillos en un bar fuera deporte de alto riesgo.
Fueron detenidos seis tipos, todos de origen portugués, que es el colectivo mayoritario en New Bedford. Los medios lo repitieron mucho.
Seis portugueses violan a una joven madre.
Tanto insistieron en ese dato que dieron a los abogados de los seis gañanes un salvavidas prodigioso. Todo el mundo se puso en contra de esos inmigrantes tercermundistas, todo el mundo pedía que volvieran deportados a au inmundo país ellos y el resto de sus compatriotas.
Cheryl, que había sido violada por seis hombres, da igual de dónde procedieran, tuvo que ir a declarar convertida en verdugo de unos inofensivos trabajadores que pagaban su origen extranjero. La cubrieron con sombreros y abrigos, para que nadie viera quién era. Pero el juez había decidido que el juicio se televisara. Y el juez, el mismo juez, le pidió en el estrado que dijera su nombre. Ella vaciló un momento. Luego lo dijo, y hasta deletreó el apellido.
Todo el mundo se enteró de que ella era la acusadora, la victimaria de unos tipos que solo querían pasarlo bien. La golfa a la que se podía reprochar que saliera de noche en busca de alcohol y marcha loca con desconocidos y que luego pretendía joderles la vida con sus remilgos.
Se convocaron manifestaciones, se la insultaba en todos los canales.
Ella quería, decían algunas pancartas.
Terminó el juicio con la condena de violación para cuatro de los hombres. Ellos fueron a la cárcel y Cheryl tuvo que marcharse de su ciudad, exiliarse para no sufrir los efectos secundarios que conlleva a veces ser valiente.
Muchas líderes de asociaciones feministas protestaron. Después del juicio, infinidad de víctimas de violación decidieron que no merecía la pena denunciar, porque acababan convertidas en culpables antes del veredicto del juez.
Cheryl empezó a estudiar secretariado en Miami. Pero no pudo superar las secuelas de aquel tiempo en que tuvo que demostrar que era inocente a pesar de que salió medio desnuda, magullada y muerta de miedo de un bar al que solo entró a comprar una cajetilla de tabaco.
Sus agresores salieron cuatro años después de prisión y continuaron viviendo en New Bedford, con fama de corderos degollados. Para entonces Cheryl ya llevaba dos años criando malvas.
Patricia Esteban Erlés

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