Hoy he tenido un día feliz,
Pero habrá otro día feliz.
Después de todo… no puedo quejarme,
En Días felices de Samuel Beckett
Por no poder vivir lo establecido,
ni encontrar ayuda alguna
en la batalla,
abjure del espanto en que vivía
para alejar al monstruo
de mi lado,
y rompí la tradición con un requiebro,
yendo me a Catalunya
para ser armado caballero
en el arte de Talía y Melpómene.
Viviendo desde entonces
en un camino
donde no se divisaba nunca
el horizonte,
y el caminar me regalaba
vida nueva en cada esquina
al levantarme.
Ese era el único argumento
de mi vida
representado día tras día
en el cambiante escenario
de un pequeño teatro itinerante
que yo iba construyendo a mi medida.
Un teatro en el que sin prisa y
estudiada parsimonia,
buscaba algo que no existe,
una ambición, una quimera,
para alargar indefinidamente
“ese sueño lleno de ruido y furia
por un idiota concebido, que nada significa”
y que tan bien en la boca de Hamlet,
el Bardo de Stratford upon – Avon
definiera.
Utopía fugaz,
cuya tramoya vocinglera y colorista
hizo que me olvidase de la noche y
del camino.
II
Ahora sé que ese camino tiene fin,
igual que el sueño,
y que al final
se encuentra el horizonte
sin luz y sin camino.
Sueño por el que se diluyeron
con el tiempo los amigos de juegos
que dejaron el camino para siempre,
como los juguetes rotos
que olvidados en el fondo de un armario
hoy solo tienen un escueto espacio
en la memoria,
por haber pasado a formar parte
de lo que adjetivamos como inservible.
Yo me quedé intentando protegerme
de los diarios peligros de esa furia,
como las lágrimas se protegen
de la lluvia
para conjurar el destino de la muerte.
Y me guarezco temeroso e inseguro
entre místico y profano,
santo y bufón,
en el sueño de la noche
de mi lecho,
durmiéndome con artificios,
juegos, promesas, arrumacos,
mentiras y poemas,
buscando algo que no existe
para intentar olvidarme del camino
que ahora sé que tiene fin
igual que el sueño.
III
Pero a la mañana siguiente
al despertar,
tras comprobar que sigo vivo
y aquí en mi camino,
recuerdo que soñé
que la equivoca tramoya,
que empujaba la trama de la historia
del cambiante horizonte del teatro,
se reía.
Se reía como el ogro barbudo y
desdentado
de las narraciones infantiles,
que antes de que finalice
la historieta
sabe que acabará engullendo
sus tesoros,
con la codicia con la que el progreso,
como Aquilón,
devora el candor y la inocencia
que brota de la infancia,
para en un instante,
con un inmisericorde soplo
de rabia de sus fauces,
convertirlo en olvidada comparsa
de la obra.
Briznas de paja desmembrada
que acariciando solitarios sueños,
en este rio turbulento
del teatro que es la vida,
son arrastradas por el suelo tenebroso
de la tierra
hacía el oscuro seno del averno,
el silencio umbrío de la tumba
y las oscuras aguas de la nada.
Alea jacta est.
Enrique Ibáñez Villegas
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