Todas las noches, de forma ineludible, al sonar las nueve, entraba. A base de ocurrir, el suceso, se hizo predecible, tanto que yo levantaba los ojos, contemplaba el reloj que tenía enfrente, luego los bajaba con la parsimonia de lo esperado, dejándolos caer por la envergadura de madera y listones que sujetaba una espesa puerta y esperaba a que el aire cortante de la calle saltara por el hueco, invadiendo el terroso calor del local, cuando entraba él.
Su figura era desarrapada, ladeada por la cintura, como si fuera un junco batido por el viento. Era más alto de lo que parecía, debido a ese desviamiento y a un caminar arrastrando los pies y doblando las rodillas, como si le pesara moverse. Se asomaba por el hueco de la puerta, con el mismo titubeo lánguido de todas las noches. De la comisura de su sonrisa, colgaba una suerte de aburrimiento. En los ojos braceaba una mezcla de tedio y suficiencia, como si por ellos hubiera pasado demasiada vida, incluso, a veces, el color se le tornaba turbio, como de pavor.
Caminaba hasta la barra, trepaba por el taburete, acaballaba las botas de tacón cubano, en el alzapié, despacio, como si no conociera la prisa. Para entonces, yo, tenía preparado el bourbon, con una piedra, seco, en vaso corto, tal como lo pidió la primera vez. No mediaban palabras, más que las que se contaban nuestros ojos.
Después, su mano, agarraba el vidrio, como un naufrago agarraría el salvavidas. Pasaba la lengua por unos labios secos, agrietados, a veces, regodeándose en el paladeo que segundos después enjuagaría su paladar. Bebía un trago corto, luego otro. A los cinco minutos el vaso estaba vacío. Yo volvía a llenarlo, muchas veces durante la noche, tantas que perdía la cuenta de contarlas, para luego cobrar con justicia. Imposible. En el aire se mecía la voz de Ella, o de Billy Holliday, aunque pronto noté que le ponía triste, dejando en los ojos un acristalamiento que intuía doloroso. A veces era Gillespie, algunas, las más festivas o despiadas, le ponía a Donny Hataway, dependiendo del resto de la clientela.
Él, en silencio contemplaba su vaso y a mí. Alternativamente. Hasta que llegada la hora del adiós,pagaba, me dirigía una mirada acuosa, llena de promesas inconclusas, y se iba dejando asolado el local, tal como lo encontró.
María Toca
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