He venido Madre,
-lo hago cada día-,
a saludarte, incluso antes de que tus ojos amasen
los primeros claroscuros.
Ya sé,
ya sé que te llena de razones mi llegada
para echarte al camino, sin reparos; -también por eso vengo-,
con una punzada tantas veces,
sonriendo valiente muchas otras.
Valiente.
Nunca hablamos suficiente del valor
que rebelde brota por los poros, de tu alma que,
quijotesca, le planta cara a la injusticia.
Te sigo admirando por ello, es bueno recordarlo.
Hola Madre.
Vuelvo entre fogones a mirar, -bien sabes cómo me gustaba-,
tus manos trabajando el alimento
que lo es del cuerpo y del espíritu.
Ya sabes que sin él
ni tú ni yo seremos nada, más allá del recuerdo.
Me gusta tomar forma entre vapores
que huelen a platos favoritos.
Hola Madre.
Saludarte entre teclados, resulta ser
tan eficaz,
que a veces llegas a creer que lo escrito
igual que melodía de piano
se plasma a cuatro manos.
¿Ves ahora la eficacia?
Vengo Madre,
entre las tinieblas que lo ocultan casi todo
a decirte buenas noches, que descanses.
Te invito a que beses mi nombre
y al deseo de que en sueños compartamos aquel rato,
el íntimo momento del abrazo
tan real como antes, como siempre.
Ah, se me olvidaba:
Llorar y reír son caras de la misma moneda
y, con una, voy a comprar el billete
para volver en un rato a decirte buenos días,
Madre.
Víctor Gonzalez Izquierdo
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