Antes de entrar en el dormitorio Fatine me agarró suavemente por el brazo.
–Espera un momento. Quiero explicarte algo. Lo que vas a encontrar ahí dentro es una verdadera fiesta para los sentidos. No al estilo occidental, no. No te ofrezco una orgía. Conocerás a dos de mis mejores amigas. Son mujeres cultas y sin ataduras, pero con profundas convicciones de nuestra cultura. Hemos sido educadas para amar a un hombre sin competir entre nosotras por él. Aquí ya no se practica la poligamia, al menos oficialmente. Sigue sin embargo prevaleciendo aquello de “Podrás tener tantas mujeres como seas capaz de mantener con dignidad”, aunque es verdad que la pobreza secular que vivimos desde los tiempos de los franceses, no da para grandes festines. Lo saquearon todo y se marcharon, de modo que salvo excepciones, monogamia por imperativo económico.
Shaina tenía el nombre puesto más a propósito que uno pueda imaginar. Mujer maravillosa significaba. Zareen era una exuberante rubia de ojos azules, al más puro estilo bereber de la zona del Atlas. Ambas vestidas con caftanes iguales al de Fatine, y las dos dispuestas a que aquello fuera para mí inolvidable.
Me sentaron frente a la mesita baja del salón, y allí dispusieron zumo de naranja y unos pastelillos de hojaldre hilado verdaderamente exquisitos.
Comimos los cuatro hablando entre susurros. Me explicaron que para ser mujeres dignas, tenían que entregarse a un hombre con el corazón, y aunque fuera de manera testimonial, habían acordado con Fatine, que ese hombre sería yo. Confieso que mi concepción occidental de esas cosas me mantenía bien alejado de todo aquello. Solamente me quedaba por tanto, ver, oír y respetar los resquicios de una cultura que ellas aceptaban y elegían voluntariamente, y por supuesto, disfrutar de tanto agasajo.
Mientras me desnudaban sobre la cama, besaban y acariciaban cada parte de mi cuerpo con la mayor de las delicadezas imaginables. Fatine ejercía de maestra de ceremonias y, de algún lugar que no vi, saco un frasco con aceite de esencias afrutadas que repartieron por todo mi cuerpo.
De aquel capítulo nunca escrito de las Mil y Una Noches, no contaré más. Mi discreción, y mi respeto por tales hermosísimas mujeres y por su cultura, me impiden hacerlo. Jamás podré olvidar aquella mañana.
Fatine y yo nos encontramos en el comedor, algunos minutos antes de la llegada de Aitor. Tomamos asiento en la mesa de la noche anterior y aprovechó los instantes de privacidad para decirme.
–Espero que te hayas sentido como un verdadero sultán. Si algún día decides venir a vivir aquí y nada cambia en nuestras vidas, hemos hecho las tres, promesa de compartir contigo mantel y sábanas.
No supe qué responder. Por suerte para mí, por la puerta del comedor apareció un vasco sonriente mostrando el pulgar hacia arriba. Sin duda tenía buenas noticias.
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