Ciclotímica y ausente

No sabría decirte, si María del Pilar era pesada o solo mantenía un nivel de intensidad en todos sus actos que apuraba hasta el límite la energía de todos los que la rodeábamos.

A ver, que la queríamos, no te vayas a pensar que no por mis comentarios. Era imposible no quererla porque desprendía una ternura ciega, como de pollito desvalido, en todos su actos. María del Pilar, era suave pero con púas encendidas en su piel que se activaban al menor indicio de desafección y pinchaban con veneno a quien se encontrara cerca. Necesitaba como el aire tenernos cerca; te atraía como las viejas sirenas a los navegantes, para perderte o para huir al momento de sentir sus cantos silenciosos de necesidad. Si no salías huyendo al principio, te quedabas prendido en una espesa red de desfalcos y desalientos en donde tenías que correr en pos de más y más cariño, dedicación y ternura.

María del Pilar nunca tenía bastante. Era insaciable en cuanto al amor. Necesitaba de forma continua demostraciones de afecto. Hasta ahogarte en la inacción por el sentimiento de no dar la talla. Cuando eso ocurría, ella, triunfante, proclamaba a los cuatro vientos su desamparo, entonaba el canto plegaria de lo previsto. Gritaba sin voz pero con una actitud doliente, cual virgen dolorosa, el infame destino de su soledad. Con lo que te quedabas maltrecho y desarmado, sintiéndote esbirro y ejecutor de un alma noble. Sensación, Amparo, que a decir verdad, no se te iba en años, porque María del Pilar, jamás soltaba el hilo invisible de la culpabilidad para azotarlo cuando fuera preciso, dejándote exhausto y sin más destino que un infierno de culpa.

En el principio era todo alegría, podrás comprender, Amparo, que de ser así al conocerla jamás nos aposentaríamos a su alrededor. Jamás, porque la condena que sumía ser poseído por María del Pilar, era perpetua y costosa. Pero no. Al conocerla desplegaba sus plumas de alegría y amor incondicional, convirtiendo al receptor o receptora de su interés en protagonista de una ficción tan excéntrica como  feliz. Te seducía con su sonrisa, con unos ojos habladores que desprendían luz envolvente que te apresaba para siempre jamás. Su parloteo brillante, porque María del Pilar, era brillante hasta el infinito en sus días luminosos, te envolvía con papel inviolable. Su risa emitía el sonido del fino cristal cuando lo chocas o de los caireles enloquecidos por viento a través. Todo alegría, puedo jurarlo, Amparo, todo alegría y juventud desbordante que inundaba cualquiera que  fuera el sitio donde se adocenara su cuerpo y el nuestro a su compás.

 

¡Ah! que tiempos divinos cuando a María del Pilar se le anegaba la casa de soles matinales y de sonrisas perpetuas. Tú, llegabas, te amostazabas a su vera para no querer moverte nunca más. Pero querida, pasado el tiempo de la seducción a María del Pilar, se le amonaban los ojos, se le oxidaba la risa hasta sonar a timbre viejo apagándose  la luz de los ojos hasta volverlos tristes como noche de invierno y se bajaba el telón de la fiesta. Llegaba la hora de tu concurrencia. De miles de cucamonas y jeribeques para que volviera la de antes porque la añorabas tanto que sufrías por su falta a la vez que con sus desprecios. Y nunca lo hacía. Al contrario, María del Pilar, entonces se convertía en fiera insaciable que devoraba amor incondicional. Jamás tenía bastante, te lo puedo jurar Amparo, porque lo intenté.  Juro por todos los dioses que lo intenté hasta ahogarme en mi propio fracaso.

Te esforzabas poniéndote delante de un ser absorbente, huido, con un pozo ingente por alma que nunca se llenaba solicitando de forma constante prueba de amor infinito, rendición incondicional y plegarias a un dios que ella conformaba a su imagen y que tú tenías que adorar. Jamás vi a nadie llegar a la cima. Jamás nadie pudo llenar, ni someramente su ansia de amor. Todos fracasamos en el intento, Amparo, y si fuimos todos quiere decirse que era imposible o al menos muy improbable que fuéramos todos los equivocados. El fortín que levantaba María del Pilar ante nosotros era inexpugnable.

Se acababa la fiesta de forma tan abrupta que te cogía a contrapié, añorando lo perdido, sin entender el por qué de la ausencia. Luego el tiempo se repartía intentando contentar su insufrible dejación y recuperar el motín de alegría de los días de gloria.

 

Por eso, te pido, Amparo, que no seas injusta en tus conclusiones y no nos descalabres ante la supuesta certeza del abandono. No, a María del Pilar, se la desamparaba porque ella, a empellones, nos arrojaba al infierno de su deserción. Para luego explotar gozosa con el viejo argumento de que nadie la amaba, todos la abandonábamos y nadie merecía el amor tan grande que nos dedicó.

 

María del Pilar era la Gorgona hambrienta que jamás tuvo bastante. Y la amamos hasta la extenuación, Amparo. Quizá el amor partiera de un cierto egoísmo, puedo concedértelo, Amparo, puedo…con reservas. Si hubo ese egoísmo puedo asegurar que pagamos con largueza el desafuero. Quiero pensar que llevaba una soledad tan profunda, una herida grave que nunca curaba en su alma inquieta de chiquilla loca, que nada ni nadie saciaba jamás. Y era esa herida la que debió sanar en vez de pedirnos a nosotros que colmaremos huecos que jamás intuimos.

María del Pilar era hermética. Me entiendas, Amparo, en su momento seductor contaba mil historias, porque era locuaz como pájaro alegre. Abrevaba la curiosidad de los que la rodeábamos con sombras espesas, como olas que calmaban nuestras percepciones. Pero nunca hablaba de ella. Jamás expresó sus alientos íntimos, quizá porque andaba huyendo, como alma endiablada y confusa, de toda verdad. O la desconocía, que todo puede ser.

Ni la conocimos nosotros, ni supimos nunca el manto de líquenes que debía cubrir sus sendas profundas. Y mira que lo intentamos. Que lo intenté, Amparo. No te suene a culpa pagada, que no lo es, ahora ya para qué iba a servirme la autojustificación. De nada, seguro, porque ya entendí el proceso, exprimí mi autoculpa y sané el desvío,  por eso intento explicarte.

 

Cierto que eran tiempos en que la locura y la diversión ocupaban espacios diurnos y nocturnos  amplios dejando poco tiempo para la introversión. Pero yo te juro que hubo horas, días, espacios de tiempo perdidos en la inmensa ola que sumió su tiempo, en que me paraba e intentaba escudriñar con ojo de águila el profundo interior de María  del Pilar. En vano, Amparo. No dejaba entrar a nadie porque escoltaba sus miedos profundos con un cancerbero armado e insomne.

 

Quizá es que temía desvelar el misterio que nos hacía rodar hacia ella por pura y genuina atracción de lo inexplicable. O bien pudiera ser que un enorme vacío ocupara el espacio que ella, con esfuerzo arduo, intentaba cubrir con aleteos de burdo teatro. Sea como fuera, agotados, ahítos, en derrota umbría, optábamos por la deserción.

Cuando yo me fui te juro Amparo que necesité de tiempo para recomponer mi corazón roto a fuerza de culpa y de desengaño. Labré una escalera de fría mecánica por donde subir y esbocé un futuro un tanto vacío.

Porque he de decirte, Amparo, que nadie que la conociera, que gozara de su amabilidad, podía escaparse impune. Tal era la fuerza, tal era el gozo que a partir de entonces todo era vacuo, ígneo , sin matiz. Por eso ahora, frente a su cadáver, entierro mi alma y te juro, Amparo, que daría todo por verla surgir de nuevo ante nosotros. Aunque con ello matara lo que construí, aunque tuviera que servir de lacayo de sus sentimientos, porque la existencia ha perdido el color desde que nos alejamos. Ahora, ante su cadáver y tus reproches siento el dolor, no de haber desertado, sino de su falta. Como si el mundo hubiera amputado toda la alegría.

 

María Toca

Santander-29-12-2019. 13,28.

Sobre Maria Toca 1675 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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