CUANDO FUI CRISTAL

Reencontrarte en cualquier esquina me devuelve a veces y sin casi amargura a los tiempos de cristal. Hablo de tiempos, aunque se puedan reducir a uno, y hablo de cristal porque a lo largo de ellos fui casi siempre  transparente. Quien miraba a través de mí como si yo hiciera de ventana, se encontraba con las fumarolas de un parque descuidado, expuesto al incendio que terminaba de arrasarlo. La costra de ceniza gris iba cuarteándose a efectos del viento, pero aquello era un proceso muy lento. Dolía como una piel quemada de la cual quisiera arrancarme clavos, y todo parecía tan difícil como arrancarse clavos del interior de un cristal.

Hoy sé que entré en cristal el mismo instante en que cerraste la puerta. Las motivaciones y su ilusión, las pequeñas victorias del día a día y los empeños futuros, dejaron el campo libre a los miedos, de repente tan evidentes como fogonazos de luz. Me sentí incapaz de volver a diez minutos antes, o de recuperar las fuerzas que se marchaban por un agujero que sonaba a escape. El problema se volvió  irresoluble y al cabo me sentí incapaz de moverme, sopena de provocar ese ruido típico de una copa perfecta que alguien deja estrellarse en el suelo.

El tiempo, igualmente cristalino, ofrecía un desarrollo ligeramente distinto al transcurrir que tú y yo conocemos. A ratos parecía atrapado en una burbuja de vidrio, otros se deslizaba a una velocidad que lo hacía inconveniente.  Por ello desconozco si la sensación de inacababilidad era cosa mía o de la propia situación. La gente que me acompañaba en este viaje era consciente de mi nuevo estado y composición, e intentaba torpemente adaptarse a él. Había quien me aconsejaba trucos para lucir como un Murano, y quien sugería traslucirme para insinuar misterio.  Descubrí que siendo inmune a las caricias, aún las echaba de menos, y era entonces cuando comprendía que la cosa no tendría buen arreglo. Quien quiso conocerme a lo sumo conseguía desprenderme alguna esquirla de vidrio. Quien sumaba al intento paciencia, debió inquietarse viéndome buscar la posición adecuada en que las puntas de mis dedos transparentes no sajaran su piel al abrazarla, que es lo que hacen los bordes más traicioneros de un cristal que recién se ha hecho añicos.

La impotencia a veces conjugaba con la inoportunidad, especialmente cuando alguien se acordaba de ti y te mencionaba por accidente, y el rostro se me cubría entonces de grietas que seguían los senderos lógicos y descendentes de las lágrimas. No podía permitirme el lujo de cicatrizarlas pero al acostumbrarme a vivir al filo de la rotura, aprendí poco a poco a apreciar esta fragilidad que de algún modo conseguía mantenerme de una pieza. Conforme aceptaba mi condición, iba entendiendo como superarla.  Aunque no hubiera nacido de una fragua, aunque mi destino no tuviera porque ser un balonazo mal dirigido, sabía que contemplar el resto de mi vida “a través de” y no “dentro de”, solo dependía de mi capacidad de amnesia, toda enfocada hacia esos rizos oscuros, esa mirada atrapamundo, o esa sonrisa magnético-irónica cuyo deje tristón llevaba ya eternidades rogándome un “Déjalo ya”.

Texto: Jean Boucicaut

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