Tocaba recoger la ropa del invierno, tarea dilatada durante la caprichosa primavera, que en el Norte se torna antojadiza cada día, ora nos abruma con sol veraniego, ora diluvia y enfría el ambiente hasta volverlo invernal. Hoy era el día, había tiempo, ganas y necesidad. Emprendí la tarea con la paciencia implícita, que requiere levantar la caja de Pandora que supone revisar la ropa del año pasado, de los años pasados, porque nunca se pierde la esperanza de volver a la talla perdida envuelta en polvo y en recuerdos.
Fui haciendo dos grupos: en uno lo que requería lavado, en otro, lo que con un toque de plancha podía ser usado. En el suelo yacían como banderas arriadas lo descartable, esas prendas que no tienen remedio y deben ser tiradas maltrechas de uso y de costumbre.
Apareció de pronto, debajo de algo que apenas se mueve año tras año. Creo que en todos los armarios hay fósiles así. Viejas prendas que nos da pena tirar o que, pensamos con ternura, encontrarles acomodo en algún tiempo futuro. Allí estaba, entre otros similares amparados por la clemencia, aquel vestido negro, ceñido, con un escote que llegaba justo hasta el punto insinuante sin descaro, con su amplia sisa que dejaba los brazos en libertad para moverlos al ritmo de la música en aquellos noventa que emborracharon noches y madrugadas, plenos de risa y de conquistas. Arrugado, pero sin perder el apresto que le hicieron memorable en jornadas inciertas. Volvía con él, de día a casa, tan impoluta como si acabara de salir. Sin arruga, sin mácula, con el vuelo de la falda brioso que dejaba entrever los muslos, musculados (entonces) y procaces, mientras la danza contorsionaba la cintura ceñida, casi irrespirable, pero justa para destacar el pecho que temblaba a poco de moverse. Allí estaba, silente, esperando la mano redentora que le rescatara de los olvidos y posteriores dobleces de cajón en jubilación forzosa.
Lo saqué contemplándolo como quien se despide de un amigo querido, que sabe que se va para nunca volver. Mis ojos se pasearon por la tersura de su tela, briosa, como entonces, dejando que el recuerdo amaneciera rememorando las manos que tantas veces lo arrebataron de mi cuerpo para dejarlo a merced del placer y de las horas de asueto. Contemplé con arrobo que él me sugería la plenitud de noches en que al vestirle suponía anticipar escaramuzas de alegría y deseo. Nunca me frustró, jamás pasé una mala noche llevándolo puesto. Sugería alegrías, risa, amor, amigos y amantes olvidados.
Me contó cómo me había echado de menos, porque él, me dijo, no estaba hecho para silencios y apreturas en armarios, olvidado del mundo. Al contrario, se negaba a envejecer como ropa de uso alegre y cotidiano. Me preguntó si era feliz ahora y si añoraba aquellos tiempos en que las alegrías subyugaban a las penas y la risa ahogaba alguna lágrima de soledad umbría.
Mientras recogía el resto, guardaba o aprestaba a lavar a los otros vestidos, le conté de forma escueta, que el tiempo no es igual para nosotros que para las telas de apresto. Que nos aja, que nos hiere, que nos deja exhaustos y con ganas de reposo y silencio. Él, asentía en silencio, imagino que con pena, resistiéndose a entender el por qué le tenía olvidado.
Después, le doblé con todo el mimo del que era capaz y lo volví a colocar en el anaquel donde yacen los sueños. Ahí sigue, quizá alguna mano redentora lo rescate el día que recojan mi cuerpo y lo amortajen.
#MariaToca
Qué bonito. Ese vestido…
gracias…