Érase que se era, hace poco tiempo, hijo mío, en un reino cuyo nombre prefiero silenciar, que los bolcheviques llegaron ilegítimamente al Gobierno, como es su costumbre. El justo castigo de Dios fue el envío de una espantosa epidemia propagada por los piojos de los rojos, una epidemia que asoló campos y ciudades mientras el Gobierno social-comunista, con mentiras y medidas ilícitas, impedía a los gobernantes de bien hacer frente a la plaga bíblica con médicos, rastreadores, confinamientos y pruebas certeras. Has oído bien, hijo mío: el Gobierno ilegítimo lo impedía. ¿Sus miembros eran asesinos? Sí. Y sepultureros.
Te preguntarás incrédulo y alertado cuál era el propósito de aquellos criminales, por qué saboteaban la lucha contra la pandemia, qué ganaban con ver al reino lleno de ataúdes y sumido en la ruina. Yo te lo diré: el móvil de su crimen era hundir a sus reyes –había dos, y dos reinas- y trocear al país y repartir sus despojos entre raperos, terroristas, titiriteros, separatistas, tuiteros, okupas y perroflautas. Un sindiós.
Hasta dónde llegaba su fanatismo y maldad, nunca lo creerías. Solo te diré que uno de los mandamases del ilegítimo Gobierno criminal -quién sabe si ofidiólatra o incluso ciclán-, bestia del Apocalipsis, agente a sueldo de Satanás, espía de Babilonia la Grande madre de todas las meretrices, se levantaba y se acostaba con la idea de aniquilar a la nación.
Cuando respiraba, cuando bebía, cuando fornicaba, cuando comía o blasfemaba, solo pensaba en una cosa: hundir al reino. Era como Catón el Viejo con Cartago. Solo un pensamiento anidaba en su corazón negro como los carboneros de los boliches, solo una idea embargaba su alma, si es que la tenía: hundir al reino. Hundirlo, hundirlo, hundirlo…
Hasta dónde llegaría su delirio que se espiaba y se robaba a sí mismo para perjudicarse y aparentar que lo perjudicaban otros. ¿Te lo puedes creer? ¡Robarse a sí mismo! No tenía bastante con robar al reino que se robaba a sí mismo hasta las tarjetas telefónicas para culpar a los patriotas de bien que velaban por la prosperidad de la nación y de sus arcas, como sobradamente habían demostrado los tribunales.
¡Pero, ay, el destino! Un juez acechaba parapetado en su toga en medio de la pandemia, un hombre sencillo, centinela de la ley, que renunció a destinos idílicos, sueldos y prebendas suculentas para acabar con la Bestia escarlata. El reino no se rompería ni los vasallos vivirían de paguitas. Los monarcas, los magnates, los banqueros, los obispos, los nobles, los millonarios y demás personas de bien que belloteaban en las arcas del reino desde tiempos inmemoriales podían dormir tranquilos: los euros de vellón –de camino venían miles de millones- serían administrados por los de siempre.
Él empuñaría el auto justiciero, blandiría la espada flamígera y acabaría para siempre con la Bestia de siete cabezas, diez cuernos y un moño, acorralaría al ilegítimo Gobierno rojo y todo volvería a ser como en los tiempos gloriosos de la Contrarreforma, aunque para ello tuviera que hacer el más espantoso de los ridículos como muchos otros héroes de su cuerda lo hacían a diario. No le importaban las mofas ni los memes ni las burlas, así que mandó a la Bestia a los tribunales superiores donde la justicia divina se encargaría de ella. Mientras tanto, la pandemia bíblica seguía asolando los parajes de aquel reino mientras los vasallos seguían en las redes dando clases magistrales de política y Epidemilogía.
Y colorín azulado, este cuento solo ha empezado.
José Antonio Illanes.
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