Cuando se vinieron abajo las torres gemelas en el atentado terrorista del 11S, Trump hizo en directo unas declaraciones que lo definieron perfectamente: «Antes era el dueño del segundo edificio más alto de Manhattan. Ahora soy el dueño del edificio más alto de Manhattan«.
Dicen que compró una manzana entera de casas para crear un parking junto a su elefantiásico casino de Atlantic City. Consiguió hacerse con todas. Mejor dicho, con todas menos una. No logró a la buenas, con el efectista truco de abrir la bolsa Louis Vuitton llena de billetes de cien ante un perplejo propietario ni a las malas, usando su influencia, esto es, comprando páginas de diarios para lanzar bulos o untando a políticos con la grasa del oro que cubre su vida. La casa no se vendió. Llegaron las grúas, demolieron el resto de los bloques pero esa casa pequeña, digna y antigua, se quedó donde estaba, flanqueada por los espantosos aparcamientos para millonarios ludópatas. No parece asustada, la fealdad de esas moles realza el encanto de la casita familiar que no se vino abajo cuando las excavadoras llegaron. En esa casa seguro que han pasado cosas. Se eligieron cuadros, la pintura de las paredes. Nacieron niños que a veces se cayeron por las escaleras mientras jugaban apasionadamente a huir de sus hermanos. En esa casa se sirvieron desayunos felices, se discutió, se dieron portazos y se celebraron cenas para los amigos. Se vivió mucho allí, en el interior de la casita amarilla ante la que sigue aparcando, sin hacer ni caso del garaje Trump, un coche rojo.
Y al anónimo ciudadano que la habita y no pasó por el aro le cabe el honor de haberle demostrado a míster mandarina que tenerla más grande no siempre proporciona el mayor de los placeres.
Patricia Esteban Erlés
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