Cada vez me apetece más abrirme un canal de crímenes y curiosidades siniestras. Contaría historias como esta, maravillosa, triste, tan bonita, que me regaló mi Zanus.
Imagina que eres un joven patricio, que la vida te sonríe en la antigua Roma, esa ciudad que en realidad es larga y ancha como un imperio. Imagina que eres bello, orgulloso, que te ama una madre aún hermosa y brillas en los juegos, en los versos. Las muchachas te regalan guirnaldas de rosas y violetas y es un hecho que te pareces mucho a algunas de las estatuas que adornan el jardín de vuestra villa. Imagina que nada te hace imaginar que la vida se acaba un día cualquiera, que alguien decide que debes morir, que sobras en ese tablero de piezas de marfil traídas de lejos. Te envenenan en un banquete con arsénico, desdichado Carvilius Gemellus, el veneno verde, el último color amargo que aciertan a distinguir tus ojos, como una lanzada que te atraviesa las pupilas, antes de que la muerte te ciegue para siempre.
Imagina que ella no vence. Que tu madre, la valerosa Ebuzia, sale una mañana del páramo del duelo que es su alcoba en silencio, su lecho oscuro, como una ahogada que al fin arriba a la costa, con los pulmones llenos de algas, sí, y una sola determinación. Imagina que manda llamar al mejor orfebre y le encarga un anillo de cristal y roca que eres tú, tú al otro lado de una esfera, tú, en el tiempo en que la imagen de los seres amados solo podía guardarla, infiel, la memoria. Tu madre quiso salvarte del olvido, Cravilio, tal como eras, soñador y pensativo, con esa expresión melancólica con la que viajamos al otro lado cada noche, que desaparece por ensalmo de nuestros rostros al despertar vivos de nuevo. Imagina que te quedaste aquí mucho tiempo, todo el que tu madre permaneció aún en esta orilla, luciendo en su anular la joya de su vida, asomándose para mirar tu rostro melancólico de muchacho dormido. Todo el que ya pertenece a los dioses, Cravilio, porque todavía lo llevaba puesto en la tumba en la que la encontraron, cubierta de flores nobles, tantos siglos después.
Patricia Esteban Erlés.
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