
Ella recordaría después que tuvo que tomar asiento en la consulta. Tumor cerebral, dos palabras pueden ser una sentencia, una bomba que estalla en tus manos una tarde cualquiera. El paisaje arrasado tras la explosión, eso vio extenderse ante sus ojos en ese momento, el yermo, la hoja en blanco que guarda un pavoroso silencio. No quería olvidar ni un solo instante, no quería perder en la mesa de operaciones a la criatura indomable que fue siempre. No quería dejar de sentir su infinito amor por la vida. Dejar atrás el nombre de su primer caballo, lo que pensó al mirar por primera vez el azul prohibido, de océano, de los ojos de Monty, el olor a leche de la piel de sus hijos, el crujido de la seda color ciruela de aquel traje de noche de Dior. No quería dejar de saber que experimentó una vez una pasión demoledora por un hombre que era venenosamente bello, como un diamante, como un vaso lleno, capaz de regalarle cuadros de Van Gogh y cartas elegíacas, treinta años después de haberse despedido para siempre, de haberse dicho adiós para no morir o matarse el uno al otro. No estaba lista para olvidar cuántas mujeres había sido, cuántas ellas le había dado el cine. Todo eso se piensa cuando un dolor de cabeza nos anuncia que nada nos pertenece de una forma tan intransferible, cuando la muerte asoma a la mirada compasiva de una enfermera. Entonces comprendemos que nada necesitamos así de intensamente ni echaríamos tanto de menos como la memoria, nuestro libro invisible, tan valioso como el imperio de la mismísima Cleopatra.
(Foto de Herb Ritts)
Patricia Esteban Erlés
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