(camino de la Osera)
La casa que bordea el camino, testigo del paso del tiempo, de su violencia programada, de lo que fue un modo de vida, de dura subsistencia en comunión con la naturaleza. Hoy es ésta su única aliada, la que la arropa en su abandono, la que la abriga, la que la integra. A poco que el caminante tome asiento junto a ella, a poco que logre deshacerse de los anclajes del presente y comience a reparar en su derrotada morfología, tal vez, con los sentidos mudados, comience a escuchar las voces que escapan de sus grietas: risas y llantos, agua con la que germinen raíces bajo sus pies, mientras la madre lo acoge, lo cubre, lo posee, lo abraza como la eterna higuera.
Frente a ella, paredes vertiginosas conducen al río, hijo del Guadalquivir, paredes milagro a las que se agarra el olivo serrano, en un equilibrio imposible, como lo es su lucha por subsistir, por seguir mostrando su milenaria enseñanza, su fruto imperecedero. Son olivos antisistema, olivos que nos gritan su lucha contra el progreso, contra los cantos de sirena que nos dejarán sin Ítaca. Olivos amarrados a la vida para ofrecérnosla brutal, pura, salvaje; olivos que guardan manos como sarmientos, que saben del dolor, del amor, del tesón y la armonía, del sueño perecedero y, sin embargo, eterno.
El caminante vuelve esperanzado al camino, habrá un día en que la palabra recobre todo su sentido, vaciada ya de lo superfluo, de la costra que hoy la mata, la envilece. En su mochila, la imagen de la casa y su desinteresada invitación a ocupar los espacios de su memoria, es decir, las raíces que lo amamantan. Al lado, al final de la vertical hondonada, el río fluye como si hoy fuera ayer o mañana, como si el tiempo hubiera sucumbido a su latir circular.
Juan Jurado.
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