Fascinada por este señor. Y por su novela, claro, que está ya para siempre en mi estante de «Cuando te digan que el fantástico es un subgénero, mira hacia aquí» Pero es que él.
Antes de escribir mi reseña de «El otro«, que tanto puede enseñar a cualquiera interesado en el tema del doble, la inquietud y el horror cotidiano, empiezo a investigar, por curiosidad, la figura de Thomas Tryon. Me aparece en Wikipedia un Tom Tryon como actor. Pienso, «vaya, que casualidad«. Veo que el tipo, un chulazo moreno impresionante, trabajó con Cukor y Preminger, y que por error se piensa a veces que es hijo de Greg Tryon, actor de cine mudo. Pues no. Trato de localizar al Tryon escritor y entonces me entero de que el actor y el novelista son el mismo. Que el primero se esfumó y dio paso al segundo, como un misterioso Doppelgänger cuando, desengañado del mundo del cine y fascinado con La semilla del diablo (¡como yo!), decidió sentarse a contar una historia de terror basada en la tensión psicológica y un juego de espejos protagonizada por dos hermanos gemelos, pero también el bien y el mal, situada en una magnífica casa llena de secretos en 1935, el año en que robaron al bebé Lindberg, historia que me trae loca desde hace años.
Me ha cautivado El otro, igual que a Stephen King, que alguna vez contó que empezó a escribir sus novelas después de leer la de Tryon. No es de extrañar. En ese sentido, «El otro«, como muchos cuentos y algunas de las novelas de Shirley Jackson, explora el temor que causa en ocasiones el entorno más cercano a los personajes, el miedo que se siente a plena luz del día, al entrar en un granero o hallar en una caja de tabaco unas gafas de niño, Es el escalofrío de no sentirse a salvo, de saberse indefenso ante fuerzas que suben las escaleras y recorren los pasillos del piso superior, que se cuelan en nuestro dormitorio.
Me parece fascinante el tejido verbal, la riqueza con la que se envuelve cada instante, cada escena. Tryon llevaba dentro a un gran escritor, capaz de encontrar correspondencias increíbles, con una habilidad para darles a determinados objetos y espacios un significado profundo. No puede estar más conseguida la atmósfera de esa mansión amenazada por un peligro del que nadie quiere hablar, poblada por personajes dolientes e inolvidables, como la madre de los niños, la bella y frágil Alexandra, o la inolvidable abuela rusa, que comprende mejor que nadie al sensible Niles y le enseña un juego secreto. Es maravilloso cómo se imbrica en la trama el pensamiento mágico, la certeza de que la vida puede entenderse como ese juego que admite cambio de reglas, desenlaces imposibles. Y más que nada resaltaría, ahora que estamos hartos de finales efectistas,, de trucos al estilo de «El sexto sentido», que esta novela tiene casi cincuenta años y no importa tanto cómo acaba, sino la sensación que transmite en cada página: nadie nos ha explicado bien la muerte, nadie nos ha enseñado cómo debe seguir jugando el que sobrevive a una pérdida. Eso y el formidable contraste entre lo cotidiano y lo atroz, la luz y las sombras, la forma en que el horror se cuela en las habitaciones y guarda cosas en nuestros cajones, hacen que el Tryon novelista se zampara con patatas a su primer «yo», el actor frustrado.
Por cierto, si alguien sabe si «Lady«, otra de sus novelas, está traducida y se puede encontrar, ruego comparta la información.
Como curiosidad diré que en 2007, cuando publiqué «Abierto para fantoches«, alguien me dijo que se notaba mucho el peso de «El otro», película de Robert Mulligan, en el relato «El juego«. No la había visto y no pude hacerlo hasta bastante tiempo después. Me fascinaron las coincidencias. En mi cuento, dos gemelas eran las protagonistas, y también jugaban a algo que solo ellas sabían. Una dictaba las reglas, la otra obedecía horrorizada. Había visto en diferentes institutos cómo se comunican en silencio, cómo se imponen algunos gemelos sobre sus hermanos, cómo en ocasiones hablan al mismo tiempo y dicen exactamente lo mismo. En eso me había inspirado, porque si hubiera conocido antes la historia de Tryon, no hubiera tenido narices de escribir algo tan parecido sin pensar que estaba abismándome en el plagio.
Patricia Esteban Erlés.
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