Cuando cae la noche y la penumbra recorre las calles como niebla que emponzoña el abismo, se ven en lo alto la silueta de los adornos navideños, silenciosos, opacos, sin el contubernio de luces que tan solo unos días atrás los hacía decorados radiantes que alimentaban alegrías mientras la locura navideña invadía el asfalto haciéndolo luminoso y mostrando la falaz alegría que lava la cara de la mezquina historia que nos corroe por dentro. Se acabaron las celebraciones. Se cerraron los conjuros de felices fiestas, de todo va bien, de abrazos encadenados de buenas intenciones e inercias opacas y mezquinas. Quedan los arreglos cortando el aire irrespirable de la ciudad, opacos, dibujando una silueta nebulosa, como el silencio y las buenas intenciones, que se acaban cuando las luces se apagan y los adornos dejan de brillar.
El coche enfila la cuesta que retorna al hogar sumido en el silencio, mientras se asoma por la esquina un hombre desarrapado. Camina lento, da la mano a un niño; grita que tiene hambre. Le miramos con la indiferencia de las cosas pequeñas, cubiertas por la neblina de la penumbra de una tarde de invierno brumoso que declina la luz en poso de penumbras y no decimos nada. Ya no nos conmueve. Las luces se apagaron, la Navidad arrasó con las buenas intenciones y es tiempo de rebajas. Corremos a comprar la ganga en el Gran Almacén, mientras el hombre se acurruca en una esquina con su niño muy cerca, para acorralar el calor y que no se les escape. Lejos, las sombras se acicalan para cubrir la noche mientras compramos y nos olvidamos que el mundo gira y a veces nos toma delantera y nos devuelve el dolor producido.
María Toca
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