Imagino la escena en el silencio de los siglos, arremolinados ante la hoguera un grupo de personas escuchando impávidas como el chamán de la tribu cuenta y escenifica historias. Los niños no pestañean, los/as mayores olvidan el solomillo del mamut en la llama embelesadas por lo que ven y oyen. No hay sueño, ni hambre, ni sed. Todo el mundo se embruja ante el cuento que desarrolla el chamán sombreado por los flecos de ese fuego que calienta y llena de sombras la noche de los tiempos.
Ese mismo embrujo nos ha cubierto a las personas que hemos asistido a la ceremonia de la espiritualidad más esplendida que existe. El teatro. El arte. La palabra. El chamán que despliega un talento llegado directo de los dioses y nos representa durante dos horas un triste historia que conocemos pero que nos hipnotiza como a los abuelos de Atapuerca o Altamira. El milagro del arte de contar historias.
Juan Diego Boto, como otras personas, tienen un poder religioso. El de la trasformación milagrosa. De pronto es un sensible Lorca, que decora sus palabras con una sutileza de gestos amanerados derramando la ironía desde la sombría cuneta donde descansa y de pronto hace la metamorfosis de convertirse en el energúmeno que podría volver a fusilarlo. A fusilarnos. Las/os espectadoras le seguíamos como los abuelos ante la llama al chamán prehistórico. Como las seguidoras del Flautista de Hammelin. Sin parpadeo, identificando como propios las palabras que desgrana la portentosa capacidad interpretativa de este hombre.
El mareo de emociones nos hizo reír, llorar, resoplar, cantar y salir del teatro mareadas tal que si nos hubiéramos dado a beber litros de absenta. Con el corazón revuelto y el alma reventada.
Lorca revive. El escenario se llena de ternura amorosa que nos hace rememorar nuestros amores primigenios, cuando se nombra a Rafael Rodríguez Rapun (las tres erres como le llamaba Federico) , el amado habitante de Ciriego que fueron asesinados un año, sí, justo un año después que el poeta. El mismo día. El primero, Lorca, el 19 de agosto de 1936, 19 de agosto de 1937, Rapún. Imaginamos el alma de Rafael volando raudo camino de Víznar para anidar junto a la de Federico que debía sentirse muy solo sin el amor oscuro cerca.
La llama crepita en los teatros cuando un chamán o un actor insigne sube al escenario y nos deja sobrecogidas ante la palabra. Desde el ancestro hasta el futuro, siempre habrá artistas que creen textos como el de Noche sin Luna, actores que vivan los textos como Juan Diego Botto, y puestas en escena además de la dirección escénica como la de Sergio Peris Mencheta.
Pura magia, les aseguro. No sé cuanto más durará la gira, ni conozco si habrá más representaciones, pero si las hay, corran a buscar una entrada porque verán un milagro. El del arte puro y sin matices. Un hombre solo, un escenario casi vacío dando voz a un muerto que nadie sabe donde está pero que se convierte en voz de vida y de la historia.
Y perdonen el lirismo pero aun no he apeado la catarsis.
María Toca Cañedo©
Juan Diego Botto visitando el Monumento a las víctimas en Ciriego.
Con Marisol Gonzales de AGE
Leyendo una carta de Rafael Rodríguez Rapún ante la tumba de este último.
Las dos fotos del inicio del artículo han sido cedidas por Marisol González y por Cristina Pereda
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