Uno. Imágenes
Hace unas semanas, sin pretenderlo, me dediqué a evocar imágenes públicas de mi adolescencia. No me refiero a mí mismo.
Aludo, por el contrario, a esas fotografías que recuerdas haber visto. No sólo eso: fotos que recuerdas haber recordado. En espiral. Una y otra vez.
Te gusten o no, forman parte de tu memoria visual.
Ese día, ensimismado, me puse a repasar mentalmente instantáneas del período, un tiempo que coincide con mediados de los setenta.
Digo bien: me puse a repasar, en mi cabeza, según la evocación que de ellas conservaba. No trataba de buscar su correspondiente real. Lo que intentaba era que afloraran esos recuerdos gráficos.
No eran reproducciones mías, insisto; sino imágenes de la época, las de ciertos personajes entonces relevantes: imágenes congeladas, incluso parpadeantes en mi recuerdo.
No verifiqué la precisión de lo evocado. Por tanto, es posible que ese día rememorador me equivocara al añadir elementos que no estaban en origen.
No importa. En realidad, como tantas veces se ha dicho, no sólo es cierto lo que es cierto, sino lo que creemos que lo es: condiciona nuestra conducta.
Enumero, en fin, alguna de estas imágenes en rápida sucesión, describiéndolas de memoria, ya digo.
Primera. En una televisión ahora detenida, Carlos Arias Navarro, con bigote franquista y terno de luto, anuncia el fallecimiento del Generalísimo. Se le ve compungido. Ya entonces está fuera de tiempo. O fuera de sitio.
Segunda. Una mancha informe de letras, de tinta negra, de diarios: un amasijo de las primeras planas de los periódicos, con grandes titulares anunciando la muerte del Caudillo.
Tercera. El Generalísimo, ya de cuerpo presente, en el Palacio Real, siendo visitado por afines y contrarios, toda una demografía variada de paniaguados y opositores.
Cuarta. La misa ‘corpore insepulto‘, a la que asisten de luto riguroso doña Carmen Polo y su hija, la marquesa de Villaverde. Están levemente inclinadas, como mostrando abatimiento. El mundo las mira.
Quinta. El futuro rey (por tanto, aún no lo es), acompañado de su joven esposa, visita el catafalco del General Franco en el Palacio de Oriente.
Sexta. En la pequeña pantalla, los rostros fugaces de Imelda Marcos y Augusto Pinochet durante el funeral, en la misa celebrada en la explanada del Palacio de Oriente.
Séptima. Imagen igualmente congelada. En lo que será el Congreso de los Diputados, Don Juan Carlos de Borbón, con ojeras bien marcadas, pronuncia el discurso en el acto de jura como jefe del Estado en el que proclama su voluntad de ser «rey de todos los españoles«.
Incertidumbre, esperanza y miedo. Yo sólo tenía dieciséis años.
Dos. Ricardo Martín
Muchos años después acudo gozosamente a la inauguración de una exposición fotográfica. De repente me sorprendo.
Ninguna de esas imágenes enumeradas, por lo común sombrías, envejecidas por la pátina del tiempo, figura precisamente en ‘Las caras del tiempo’, de Ricardo Martín. ¿Por qué?
La de Ricardo Martín es una muestra itinerante de su propia producción, de sus fotografías para ‘El País’ y para distintos medios. Ahora podemos verla en el Centre Cultural La Nau de Valencia.
Ninguna de las fotografías que he descrito más arriba está en su exposición.
¿Motivos? En primer lugar, por una razón banal: por no ser de su autoría.
La exposición sólo recoge piezas bien codiciadas de su fotoperiodismo, de los retratos que principalmente hizo durante la transición política española. Principalmente, que no exclusivamente.
Es decir, en lo esencial el periodo es próximo y en muchos casos es el mismo, pero no hay una coincidencia total. La de Ricardo Martín se prolonga en el tiempo hasta llegar a nuestros días.
No sólo es la autoría la única razón de esa discrepancia entre los recuerdos y la fotografías.
Me pregunto por qué y halló la respuesta de inmediato. Mis imágenes congeladas, arriba enumeradas y en parte descritas, son principalmente televisivas.
Son testimonio de un pavor, de una tristeza asociada a la adolescencia, justo cuando yo optaba por cursar los estudios de Historia, sabiéndome en medio de una circunstancia histórica. Mayúscula circunstancia histórica.
Formaban y forman parte de una inquietud personal y colectiva mal resuelta entonces o por entonces no resuelta. Son la galería de mis miedos, compartidos con otras personas de mi generación.
A todos esos rostros les falta brillo y todos parecen estar envueltos por un aura rancia, como si las hubieran pasado por un filtro primitivo.
En cambio, las fotografías de Ricardo Martín son luminosas. Arrojan luz en el doble sentido de la expresión. Por un lado, están bien iluminadas, con sus luces y sus sombras, como no podía ser menos en un retratista de primera categoría.
Por otro lado, expresan la naturaleza del retratado, la esperanza del cambio, la expectativa que se consuma, la carrera prometedora.
El retratista no fuerza o impone: saca de sus personajes el fondo oscuro del alma, la pesadumbre que revelan sus ojos, o saca el pronto jovial de la persona. Con otras palabras, eso mismo lo dice Antonio Muñoz Molina en el catálogo.
No son exclusivamente celebridades de la política. Son rostros de individuos que empiezan con entusiasmo o gentes que ya están en la crecida de la edad, con la vida hecha, bien hecha, con la vida que aún les quede por consumir.
La Exposición puede verse como un itinerario gestual de la transición. Y, así, entre otros, tenemos a:
—Felipe González, de perfil y en contraluz, saludando a sus multitudes;
—Alfonso Guerra posando institucionalmente, sabiéndose interesante y estatuario.
—Leopoldo Calvo-Sotelo, desentendido de cualquier responsabilidad, marchando en bicicleta;
—o Adolfo Suárez, a la altura de , libre de lastre, sonriente, desenfadado, encantador.
Pero esta muestra puede verse también como una galería de rostros interesantes, que el fotógrafo saca interesantes, rostros que revelan la índole de cada uno, al margen del tiempo.
Revelan la belleza, la buena o mala índole, la humanidad, el agostamiento, el endiosamiento, la naturalidad, la chulería.
No puedo enumerarlos ni reproducirlos a todos, pero yo me quedaría con Umberto Eco, con Elvira Lindo, con Fernando Delgado, con Josep Renau y con Juan Luis Cebrián.
El Eco de Martín es insuperable. El erudito sorprendido en un breve descanso, sentado a la mesa, esquinado, con un cigarrillo cuyas brasas están a punto de precipitarse.
Elvira Lindo se toca la cabeza y esboza una sonrisa algo picara que es también dulzura, como también se recoge la testa Josep Renau, a quien parece pesarle una eternidad de años ya vividos.
Fernando Delgado posa a la entrada de su casa de Faura, con sus bellísimos canes y con una naturalidad tranquila, con una quietud que es saber y bonhomía.
Y luego está Juan Luis Cebrián, desabrochado y desenvuelto, con ese punto macarra o gamberro que daba saberse joven triunfador o decisivo o poderoso.
“Hay mucha gente, pero más rostros aún», decía Rainer María Rilke. Eso mismo pasa en la exposición de Ricardo Martín, que yo no puedo enumerar, glosar o reproducir.
No ambiciono tal cosa. Lo que deseo es que acudan a ver esos rostros al natural, si es que puedo decirlo así.
Concretamente señalaba Rainer María Rilk en ‘Los cuadernos de Malte Laurids Brigge’:
“Sueño, por ejemplo, que todavía no había tenido conciencia del número de rostros que hay. Hay mucha gente, pero más rostros aún, pues cada uno tiene varios”.
Ricardo Martín extrae la quintaesencia, ese único rostro que con naturalidad o fatalidad se impone, el mismo rostro que, al decir de Rilke, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha…
Un placer.
Justo Serna.
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