Ha sido gracias al feminismo que yo he comprendido hace bien poco lo que ocurrió hace tanto.
He comprendido que aquel hombre desconocido, que por edad podría ser mi padre, que en 1981, cuando yo tenía 16 años, se masturbó ante mí mientras me miraba de una manera repugnante en los urinarios de la vieja estación de autobuses de Santander, era un miserable pedófilo, hijo sano de una sexualidad masculina depredadora. Yo no tuve la culpa, yo solo pasaba por allí, yo no había hecho nada malo.
Hasta hace bien poco nada ni nadie me había explicado por qué a mí, por qué él, por qué a un niño, por qué a las 10 de la noche en unos solitarios urinarios. Lo poco que me decían cuando yo me atrevía a contarlo era que lo olvidara, que aquel tipo era un enfermo, un tarado y que la próxima vez tuviera más cuidado.
El feminismo me ha ayudado a comprender mi propia biografía con cristalinas gafas moradas, en esta ocasión como víctima, pero, sobre todo y por encima de todo, como victimario.
Y viceversa. Ha sido imprescindible revisar mi pasado con contundente perspectiva de sexo-género, sin justificaciones ni buenismos, aunque duela aceptarlo, para comprenderlas a ellas.
Y con esas guías aplicadas en un largo, laborioso y muchas veces desagradable trabajo personal he comprendido que es la masculinidad aprendida, la mía, la de aquel miserable y también la tuya la que conecta toda esta barbarie.
Y conocer y aceptar la verdad que va desde lo personal a lo social y a lo político, de dentro afuera, es la contención necesaria para que no se repita y la energía y la esperanza de querer y poder cambiar la insoportable realidad.
Para acabar, es imprescindible sentir también que en mi caso ese episodio solo me ha ocurrido una vez en la vida, me encoge el alma pensar cómo se vive cuando te ocurre prácticamente a diario.
Justo Fernández.
Esta es una sociedad corrupta, y todos la amparamos de alguna manera u otra.