
Era inevitable porque los libros que hemos leído nos dejan secuela y el momento se prestaba a la comparativa. O no, pero una tiene la imaginación un tanto desbocada y novelesca (novelera, según palabro de mi nieta) y no se puede hacer nada.
Estaba en el banco, enfurruñada por la falta de coordinación de ciertas gestiones que se retrasan demasiado, cuando de pronto fundimos a negro. La directora de sucursal revisaba mis demandas en su ordenador intentando explicarse mientras yo le hacía ver la obviedad de que la documentación demandada reportaba un nuevo retraso en mi gestión que volvía a dilatar mis proyectos. Seguimos hablando en semipenumbra pensando que el problema se ocasionaba en el propio banco.
Al salir a la calle constaté que los comercios estaban a oscuras. Había más gente de lo normal en las aceras, todos/as pendientes del móvil, como si algún suceso extraordinario acabara de ocurrir. Pensé que el apagón era zonal, hasta sentí ganas de volver a tranquilizar a los bancarios que se disculpaban ante el personal pensando que eran solo ellos los afectados; descarté la idea porque a un banco no hay que hacerle favores, pueden cobrarnos la entrada. Conforme avanzaba no dejaba de contemplar la estupefacción de las personas con las que me cruzaba. No había semáforos, el trafico comenzaba a estancarse debido a que los peatones cruzaban sin orden ni concierto. Decidí seguir por la Alameda bajo la sombra de las choperas, los ailantos y alguna palmera canaria maltrecha por el picudo rojo que nos está matando a las pobres, por el picudo y por la desidia de un Ayuntamiento correoso ante lo que no sea jarana e inauguración. Es un recorrido hermoso, sin semáforos que me recuerda las horas pasadas con lectura aplicada mientras mis pequeños trotaban subiéndose a la arboleda con alto riesgo de descalabro. Fueron muchas horas, muchos meses y bastantes años los que pasé en los bancos que la circundan, expectante de que no sufrieran males mayores, que trotaran lo suficiente su incansable energía para que al tornar a casa llegaran exhaustos. Muchos lecturas bajo las choperas. Mucha juventud dejada en esos bancos. Muchos recuerdos de tiempos no tan recordables.
De pronto el estruendo de sirenas aceleraba el discurrir, de por sí alterado de la ciudad, tronando entre vehículos que zanjaban el pasmo con cierto orden. De vez en cuando los transeúntes cruzábamos miradas, con la extrañeza fijada en el rostro. Parece que ha sido en toda la ciudad, me dije.
Los comercios seguían vacíos, la gente esperaba en la acera a que el orden diario se restableciera. Pude comprar mi pan de calabaza, “pero sin rebanar”, me dijo la encantadora panadera, “no hay luz”. Ya, respondí. La bascula les funcionaba y el datafono también. Ni tan mal, me dije. Rebano en casa.
En el quiosco de los exquisitos encurtidos que toda bien nacida en mi ciudad conoce, no me pudieron atender. “No hay luz”, me dijeron y “no tenemos nada para pesar”. ¡Vaya por dios! Seguí adelante pensando que era otro recado maltrecho por la dichosa electricidad. Para entonces los semáforos estaban siendo sustituidos por policía municipal que a golpe de silbato ordenaba los cruces y los peatones que cruzaban desorientados por donde podían. Más sirenas. Más bocinas arrebatadas.
Me llegaron de golpe los flechazos del recuerdo de Ensayo sobre la ceguera, donde Saramago adelantaba un caso sin sentido cuando a la ciudadanía se le marcha la vista de golpe. Nadie ve, nadie sabe guiarse en las sombras acuosas en que se han quedado. Lentamente un caos sangrante se apodera de la ciudad enrabietada. “Es lo que te pasa por leer”, me dije, “que luego pretendes amañar la realidad a unos recuerdos que son literatura. Solo eso”, y me calmé un poco. Luego pensé en cuantas personas estarían encerradas en un ascensor -parece que el apagón no avisó- en un garaje o en un habitáculo con puerta de cierre eléctrico. Otra vez se me asomaba Saramago y su Ensayo, a la mente para desasosegar. No pude evitar recordar a esa Cañada Real que sigue desconectada de la electricidad hace más de tres años y parece no importar a nadie. Nosotras haciendo bulla por unas horas. «En fin, sociedad de consumo inconsciente«, me dije.
Estaba cansada. La piscina con la clase intensa de Aquagym y la nadada anterior, además de la amplia caminata, me pasaban factura, así que al llegar a mi barrio, donde siempre reposo en la amabilidad de unos bancos umbríos que recogen a caminantes diversos, me senté con la idea de saber, a través del móvil -eso no había en la novela de Saramago- qué había pasado. Me entero de que está todo el país sin luz, también Portugal. «¡Oh!», me dije, «al fin las noticias hermanan al país pegado que tanto calor y aprecio suele mostrarnos. Unidas en la ceguera lumínica», me dije.
En el reposo barrial, se me vino a la mente el día que sentada en una sala de espera mientras, en el quirófano cercano, abrían en canal a mi hijo. Hoy habría muchas personas como yo ese día; la pregunta, desasosegante que me surgió es ¿qué habrá pasado en esos casos? Me consta que los quirófanos y los hospitales tienen generadores que duran horas…pero ¿cuánto durará el apagón? ¿qué lo ha originado? Imaginaba el terror de esas familias consternada.
Ahora, mientras escribo esto, vuelta la normalidad y recuperada la electricidad desde hace rato, me sigo preguntando cosas. Una incierta sensación de precariedad -similar a los inicios del Covid– me embarga, imagino que es común a la mayoría. El saber lo frágil que es nuestra comodidad, lo precario que son nuestros accesorios diarios y la enorme dependencia de procesos que no controlamos me hace sentir la pequeñez de nuestra existencia. Esa vulnerabilidad asusta mucho, pensé.
Quizá hay que volver los ojos a la vida sencilla porque para exorcizar el peligro no hay nada mejor que andar preparados en supervivencia. Y lectura de libros que no necesitan enchufe ni nada especial, también tornar a la conversación con el vecino/a, con la amiga o compañera que no produce ni likes ni seguidores pero pacifica muy mucho.
(Por cierto, aproveché el tiempo de apagón en leer Los últimos españoles en Mauthausen, de Carlos Hernández de Miguel. No es lo más recomendable para pasar un desastre social, pero el próximo 85 aniversario de la liberación del campo, lo requería)
María Toca Cañedo©
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