Yo tampoco hubiera querido tener ante mí las últimas imágenes de Paco Umbral, aquel anciano de 75 años al que el mundo miraba sin ver, el mismo mundo que un día le buscó como se busca un trofeo, y ahora vaciaba su alrededor despreciando la cara de bobo que se nos pone cuando una enfermedad neurodegenerativa se come lo poco de hombre que te queda. Date por muerto, ya estás en el olvido de la tarde de Juan de la Cruz.
Paco Umbral, que nunca fue niño, nos estremeció cuando se abrió con un tajo feroz.
– Yo viví sólo cinco años, los cinco años que vivió mi hijo.
El hijo se fue, hoy probablemente no hubiera emprendido el último viaje mortal y rosa. Y un Paco Umbral que le dice a su esposa después de enterrar al niño que durante cinco años fue niño por los dos.
– Mejor no nos cambiamos de barrio por si Pincho vuelve y no estamos.
Un hijo es un monte, un alud, todos los motivos. Y cuando se va y se te escurre de lo que parece rutina y es el oxígeno que respiras, ocurre ese absurdo milagro. Si un hijo de cinco años se muere, nadie está a salvo. Y no se puede justificar esa herida ni con las muertes de mares a mano del hombre.
La Madre del amor hermoso, en su cocina de casa de pueblo, piensa lo mismo que este premio Cervantes galardonado de halagos antes de ser abandonado por las ninfas de las felaciones, que le creyeron así puerta (falsa) hacia la gloria literaria.
« El día que se durmió mi hijo no había viento en las alamedas ni aire en las calles».
«Luego se durmió como se apaga una linterna tranquila, o se vela la luna, o se apaga la escasa nieve de otoño».
«Pero cuando se despierte mi hijo tendrá el color de las mieses y el hambre del agua al deshacerse los hielos».
La Madre del amor hermoso vela un amor solitario. Arthur Miller puso a su nombre 21 muchachos en Todos eran mis hijos. Entre esos dos amores no existe ningún desierto.
Valentín Martín
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