La historia de Jesse Owens me fascinó cuando echaron por la tele, siendo yo niña, una serie de su vida. Del mismo modo me hechizó la épica de los juegos que filmó Leni Riefenstahl en su filmación de las olimpiadas de Berlín, 1936, esa maravilla estética, tan perversa ideológicamente. Owens era el héroe solitario, era el deporte venciendo al fascismo, saltando más alto que los prejuicios, corriendo tan veloz que la mirada torva de Hitler nunca llegó a alcanzarlo. La película de Riefenstahl, talentosa buscadora de recursos fílmicos en los primeros tiempos del cine, brillante cazadora de la belleza y gracilidad aria, era la puesta en escena perfectamente fascista, magnífica con todo.
He leído en El diario un artículo de Javier Martín Galindo sobre la maravillosa historia que vinculó a Owens y Long, el atleta favorito de Hitler, su Aquiles. Long era rubio como la cerveza, una estatua veloz, o eso parecía.
Demostró su deportividad, su espíritu honesto, cuando aconsejó a Owens, el deportista negro que habría de arrebatarle el oro, sobre su técnica de salto. Su ejemplaridad no era pose: abrazó al adversario afroamericano cuando venció la competición y le condenó al segundo puesto de plata. Ambos se hicieron amigos y Owens dijo alguna vez que ni fundiendo todo el metal de las medallas que obtuvo se conseguiría una joya de tantos quilates como la admiración, el respeto y el afecto que los unía a ambos. Vivieron el sueño de ser héroes nacionales, dioses en la tierra durante un tiempo breve. En el pódium uno alzó la mano y se la llevó a la sien, al estilo yanqui. El otro levantó el brazo hacia delante, al modo nazi. Los dos actuaron cumpliendo con la pose esperada en los representantes de dos naciones, de dos mundos, aunque el día en que se apagaron las cámaras y cada cual volvió a su vida nadie parecía acordarse demasiado de sus logros. Long tuvo que servir en el frente, donde murió. Desde allí le escribió a Owens, pidiéndole que si le ocurría algo le hablara a su hijo, todavía un niño, de él. Owens, por su parte, había regresado a Estados Unidos, donde volvió a sufrir el trato vejatorio que se les daba a los afroamericanos. Ni la medalla de oro actuó como talismán salvador ni el presidente lo recibió para felicitarlo, aunque Owens había dado una lección olímpica. Fue, contra todo pronóstico, el mejor deportista, en un escenario en el que la piel oscura suponía un lastre considerable. Venció a ese mundo arquetípico, censurador, que exterminaba al diferente. Se impuso en el decorado de cartón piedra de unos juegos que buscaban la uniformidad, que imponían la jerarquía del atleta ario y denigraba al afroamericano, al judío, al gitano, por impuros. La de Long fue otra clase magistral de humanidad. Vio en Owens al rival honorable y eso lo dignificó como ser humano. Long murió en la guerra, que no distingue a los héroes del Olimpo del resto de los seres humanos. Owens fue el padrino en la boda de su hijo, para perpetuar su amistad inter pares, su lealtad más allá de la muerte al coloso rubio que supo perder con elegancia de dios griego.
Patricia Esteban Erlés.
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