“Father? Yes, son? I want to kill you”, ‘The End’.
No se sabe muy bien a qué razones concretas se debía el vértigo creativo de Jim Morrison, el líder de The Doors, un grupo que vivió la segunda etapa u oleada del rock: 1965-1973.
¿Acaso a un padre militar y autoritario que, asqueado por el hijo poeta e indócil, renunció a él?
Un padre así sentía decepción ante el vástago, un muchacho convocado a continuar la carrera castrense.
Ese hijo desmentía todas las previsiones que sobre él se habían hecho.
La actitud hostil no hará sino incrementar la contestación adolescente y el abismo generacional que separan a Morrison de su progenitor.
Es una rebeldía que lleva al vértigo autodestructivo. Quizá ese vértigo autodestructivo era fruto de una creatividad caudalosa e indomable que el poeta no sabía expresar de otro modo y que acabará por doblegarle. Quizá era producto de un odio cuya energía no sabía sublimar.
Morrison fue un tipo bien parecido, guapo y viril, embutido de cuero negro, con una uniformidad siniestra.
Fue el vocalista y el letrista de un grupo cuyo nombre, The Doors, rendía homenaje a Aldous Huxley (‘The Doors of Perception’) y a la ebriedad, a la alucinación inducida y a la exploración personal y dionisíaca.
Pero no quiso ser una estrella del rock, un ídolo quinceañero, sino un poeta, un artista dispuesto a aventurarse valiéndose para ello de todos los soportes posibles.
Como indica el tópico y como él mismo confió, el creador, el auténtico creador, desvela y debela: en su expresión francesa —que él tanto admiró—, el creador es un crítico radical y un opositor del poder y del gusto adocenado.
Con frecuencia, Morrison hizo declaraciones contraculturales proclamando una revuelta sin cuartel contra el orden mojigato y conservador de la América en que había nacido.
Estamos en la segunda mitad de los sesenta.
En 1970 a Jim Morrison le hacen una fotografía policial. Es un chico enérgico y a la vez débil. Es un broncas.
Es un norteamericano de gran fama cuya celebridad aún aumentará más tras su muerte, ocurrida en 1971.
Es un ‘bad boy’, alguien desorientado y desamparado (o que al menos así se siente desde tiempo atrás).
Quiere vivir al límite, llegando hasta el fin: hasta el final de una resistencia, la suya o la del mundo que lo idolatra o lo condena.
Él es y se siente poeta y las drogas y el alcohol forman parte de su mística de la creación genial.
Es o se cree un «Jinete en la tormenta«, alguien solitario y audaz, ajeno a la meta que le han marcado, que él no ha elegido, alguien que vive con rabia las hipotecas con las que carga.
La vida que le han previsto, que el padre le ha programado, es la reproducción inevitable de lo que el progenitor mismo ha heredado y de lo que ha logrado con obstinado esfuerzo: ser un gran oficial del Ejército.
La verdad de ese credo contestatario cobrará mayor fuerza con la prueba de su muerte, de su extraña muerte, ocurrida en París.
Otros como él, Janis Joplin o Jimi Hendrix, han perecido a los veintitantos, a los veintisiete años, y sus vidas alucinadas se agrandan hasta el mito.
Entre los años 1970 y 1971 mueren, pues, tres figuras torturadas del rock y dichos fallecimientos constituyen el primer síntoma del vértigo creador y del abuso de estimulantes.
La segunda generación del rock cae abatida. A la música de entonces la agigantan precisamente esas derrotas, que sirven para mezclar el esteticismo con la muerte.
Hacer de la propia vida una obra de arte era una divisa del esteticismo nacido en el Ochocientos, llevar hasta el límite las experiencias sensoriales, también.
Arthur Rimbaud fue lectura familiar para Morrison, como lo fueron Jack Kerouac o Allen Ginsberg.
Esta generación musical, la de Joplin, Hendrix y Morrison, quiso hacer del presente esa eternidad predicada desde el siglo XIX.
La vida es instante y la eternidad se resuelve en ese momento de vida. Lo que esta generación musical olvidó es que la existencia es también duración: instante y duración, presente y una cierta provisión de futuro.
Poco tiempo después, el punk hará del ‘No Future’ su lema de combate.
Justo Serna.
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