Leo estos días publicaciones con un conjunto de recomendaciones dirigidas expresamente a la población masculina adulta, a nosotros, los hombres, para ayudarnos a gestionar estos tiempos de obligado confinamiento. Además de los adecuados consejos y pautas para abordar el estrés, la tensión y otras humanas dificultades del encierro, se aportan advertencias específicas como esta:
“… Es tu propia responsabilidad cómo lidias con el agobio, la inseguridad o la ira. La violencia no es la solución. Di no a la violencia …”
No pretendo en este texto descalificar esta iniciativa ni ninguna otra que ponga el foco en la intolerable relación entre masculinidad y violencia en aras de su deseado desacoplamiento. Sí que invito a reflexionar sobre la falta de mayor rotundidad y contundencia en estos mensajes con sana intención pedagógica.
Como digo, es una invitación la reflexión, no un reproche a la iniciativa. Mi propuesta tiene que ver obviamente con que el documento al que me refiero está elaborado y difundido mayoritariamente por hombres (que es verdad que tratan de poner conciencia a esta realidad, pero hombres, al fin y al cabo).
Mi pregunta sería: ¿No seguiremos manteniendo excesiva tolerancia al uso de la violencia, consecuencia de nuestra construcción masculina, nuestra propia subjetividad que desemboca en una más o menos inconsciente justificación implícita? Me temo que sí y mis análisis, investigaciones y trabajo de campo sobre la masculinidad lo confirman constantemente.
Me temo que no acabamos de admitir que la violencia de un hombre contra una mujer, en la intensidad que sea, es un delito. Gritar a tu pareja para someter su voluntad o golpear la mesa para intimidarla son conductas delictivas. Injustificables, tengan el origen que tengan. Lo paradójico es que, si otro hombre se dirigiera a uno de nosotros de esas formas en una situación cotidiana, más aún si es una conducta recurrente, sin duda le recriminaríamos sin ambages ni buenismos e incluso valoraríamos denunciarle porque sabemos que son actitudes intolerables en ninguna circunstancia.
Sin embargo, parecería que en el entorno doméstico la mirada (y la ley) que aplicamos es otra. Parecería que admitimos que la convivencia con una mujer (y con sus hijas e hijos) es causa suficiente para provocar en el hombre situaciones de estrés, ansiedad y pérdida de control que podrían desembocar en el uso de la fuerza física o verbal contra esas mismas personas que, estando en la misma situación que él, por el contrario, no se nos antojan “peligrosas”.
Me pregunto si en esta forma de abordar la violencia de género no está escondida una sutil justificación, típica de la fratría masculina: “yo te entiendo, es duro y complicado, a mí también me pasa, pero trata de calmarte, date un paseo por el pasillo”.
Y de ahí, de ese intento “complaciente” de calmar a la bestia, procede la recomendación, cuando menos tibia, que me ha sugerido esta reflexión, y que decía:
“… La violencia no es la solución. Di no a la violencia …”.
Cuando, en mi opinión debería decir, de manera rotunda y contundente:
“… El uso de la violencia es un delito penado por la ley. No cruces esa línea. No te lo vamos a permitir …”.
Aprovecho también, a modo de pedagogía, para recordar que el maltratador no necesita ninguna razón o situación especial de confinamiento para golpear a la mujer con la que convive. Puede bastar simplemente con que una mañana ella le mire directamente a los ojos y le diga que le va a dejar.
La bestia se despierta sola.
Justo Fernández
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