Desde lejos, vio la silueta, como todos los días, a la hora del paseo matutino, que había convertido en costumbre, por verla, o por la certeza de que la encontraría, además de recibir el placer de hollar la arena virgen, peinada recientemente, como de estreno, y de contemplar el despertar de la mañana mientras se apaciguan las luces matutinas desperezándose del sueño nocturno. Las alas de la pamela blanca, surcaban el horizonte, como todos los días desde que la veo. Se movían al compás de la suave brisa, dejando ver, por escasos momentos, el rostro afiligranado y doliente de la mujer que ocultaba la mirada detrás de unas enormes gafas oscuras. La brisa, amortiguaba el calcinamiento, que en breve sumiría a la playa en el infierno de niños que gritan, familias apelotonadas y flamígeras sombrillas que intentan atenuar, sin éxito, un calor que macera sin piedad. En cambio, ahora, se respiraba la calma con la brisa encelada del olor a sal que desprende el mar, mientras el rumor de las olas, adormece los malos pensamientos dejando la mente gozar en algarabía.
Estaba sentada, en la tumbona de todos los días, frente al mar, casi a la orilla, dejando que la suavidad de unas olas taciturnas, la besaran los pies, mientras, ella, con la mirada oculta tras las gafas, pero fija en el horizonte, parecía mantener una conversación con algo que a él se le escapaba. Como todos los días, su cuerpo se cubría con un ligero vestido azul que se balanceaba al compás de la zozobra de la brisa, apartándolo, a veces, con premura, para que no se le mojara, cuando alguna ola, más descarada que otras, volteaba cerca. Mientras los pies descalzos serpenteaban hundiéndose en la arena como si buscaran arroparse. Él, la contemplaba de lejos, fascinado por el juego de colores y el hierático porte, que mostraba lejanía, hasta de la belleza circundante. Nunca se acercó lo bastante para encontrar detalles de la anatomía de la mujer que le hiciera poder trazar unos recuerdos. La veía a lo lejos, envuelta en el oropel de los tules azules, volteando la pamela blanca, al compás del viento, respetando una distancia que se imponía, en la soledad de la mañana.
Había sido el asidero de cada madrugada. El motivo del paseo, cuando el resto del mundo descansaba y podía paladear el despertar de un mar y un amanecer que cubierto de serpentinas de colores, rompía la monotonía de una noche insomne.
La mañana que al llegar al arenal, volteó los ojos hacia el lugar acostumbrado y no la vio, se quedó en la penumbra de la soledad, huérfano de una visita cotidiana a la inmensidad de un ser humano. La buscó con ojos encelados, esperó, mientras paseaba, verla aparecer. Imaginó, sus pasos calmos por la arena, sus ojos tras las gafas, buscando el acomodo de cada madrugada. La imaginó, llegando a la playa, desplegando la tumbona para doblar su cuerpo y sentarse a esperar algo inmaterial que él no conocía. Con esa esperanza, merodeó más tiempo que el debido. Cuando quiso darse cuenta, se vio rodeado del gentío que a primera hora tomaba por asalto la raya de la orilla. Caminó en pos de su cuarto, con la tristeza de la pérdida, en su mirada y la pesadumbre de la soledad. Al llegar, preguntó a todo el que se le cruzó. Les explicaba que una mujer sola, vestida de azul, con pamela y gafas, se le había perdido esa mañana. No encontró más explicación que una historia extraña. Hacía años, en esa misma costa, un día de tormenta, una mujer, solitaria, que alguien en algún lugar dejó de amar, subió al acantilado y nunca más volvió. Rescataron su cuerpo al cabo de unas horas, sin vida, vestía una tenue túnica de seda azul. Poco después, de hallar el cuerpo, una pamela blanca, surcó las aguas. La recogieron, según los indicios era de la señora que se ahogó.
María Toca
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